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JOSE MUJICA – LA MIRADA DE UN ESCRITOR ESPAÑOL – COMCOSUR

COMCOSUR INFORMA

AÑO 14 – No. 1535 / JUEVES 27 de marzo de 2014

COMUNICACIÓN PARTICIPATIVA DESDE EL CONO SUR

Selección y producción:

Beatriz Alonso y Carlos Casares

Colaboran:

ALEMANIA: Antje Vieth y Carlos Ramos (Berlín)

ARGENTINA: Eduardo Abeleira, Luis Sabini y Claudia Korol (Buenos
Aires)

BRASIL: Carlos O. Catalogne y Jorge Rossi Rebufello (Porto Alegre)

ECUADOR: Kintto Lucas (Quito)

HOLANDA: Ramón Haniotis (Amsterdam)

SUIZA: Sergio Ferrari (Berna)

URUGUAY: Jorge Marrero (Santa Rosa), Margarita Merklen (Durazno),
Pablo Alfano (Montevideo)

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” La patria que construimos es una donde quepan todos los pueblos y
sus lenguas, que todos los pasos la caminen, que todos la rían, que
la amanezcan todos.” SUB COMANDANTE MARCOS

«Todas las estructuras del poder popular que estábamos construyendo
se hicieron presentes, tomaron voz, en una radio que no quería tanto
hablarle al pueblo. Quería que el pueblo hablara.» RADIO VENCEREMOS

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NOTICIAS

URUGUAY

LA MIRADA DE UN ESCRITOR ESPAÑOL

JOSE MUJICA – RETRATO DE URUGUAY, EL PAÍS QUE SORPRENDE AL MUNDO

Juan José Millás viajó allí para encontrarse con el atípico
presidente José Mujica. El mandatario recibió al escritor en su
humilde casa y en su despacho. El político y Millás viajaron juntos
hasta la residencia oficial de verano. Un periplo que traza el retrato
de un hombre y de toda la nación / Juan José Millás y Jordi Socías

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NOTICIAS

URUGUAY

RETRATO DE URUGUAY, EL PAÍS QUE SORPRENDE AL MUNDO

Juan José Millás viajó allí para encontrarse con el atípico
presidente José Mujica. El mandatario recibió al escritor en su
humilde casa y en su despacho. El político y Millás viajaron juntos
hasta la residencia oficial de verano. Un periplo que traza el retrato
de un hombre y de toda la nación

Juan José Millás / Fotos de Jordi Socías – EL PAIS Semanal,
24.03.2014

La tormenta se anunciaba con un estado de exaltación semejante al
aura que precede a las migrañas. La atmósfera se oscurecía en pleno
mediodía, como si Dios hubiera cerrado los ojos, y se levantaba un
aire extraño, de tonalidades psíquicas, productor de una euforia
gratuita. Cada grieta de la pared adquiría una relevancia misteriosa,
como si en el interior de la grieta, en vez de vivir una cucaracha,
viviera una libélula.

Luego el cielo se descerrajaba con la violencia con la que la poli
echa abajo la puerta de una casa de narcotraficantes y caía el agua a
chorros. En un cuarto de hora, los edificios quedaban empapados como
una esponja recién sacada del agua y colocada sobre el borde de la
bañera. Los niños saltaban en los charcos mientras la realidad
permanecía suspendida.

El clima montevideano tenía trastornos de carácter. En la
habitación del hotel, cuya ventana daba a un patio de luces, te
sentías como uno de esos personajes de Onetti que, desnudos sobre la
cama, sin parar de fumar, atienden obsesivamente a los ruidos del
exterior mientras intentan componer en su cabeza una imagen del mundo.

El mundo

El mundo, al principio, eran las calles que bajaban hacia ese lugar
rarísimo donde se encuentran las aguas del río de la Plata con las
del océano Atlántico, dos monstruosidades naturales que copulan sin
pausa. A veces, el mar penetra en el río y a veces el río se
introduce en el mar, depende de los vientos, de las mareas, de las
lluvias, de las crecidas, de los efectos del cambio climático. Ese
solapamiento afecta a la fauna: peces de mar que se precipitan de
súbito en el agua dulce y peces de río que se encuentran de pronto
en la dimensión de lo salado.

– ¿Se mueren los peces cuando atraviesan la frontera? –pregunté
a un pescador.

– Se retiran a tiempo o se adaptan –dijo.

– ¿Pero se mueren a veces? –insistí por una preocupación propia
que acababa de desplazar a los animales.

–Yo creo que se retiran o se adaptan –insistió él.

El País Semanal nos había enviado al otro lado del mundo para que
escribiéramos un reportaje, de modo que al caer la tarde el
fotógrafo Jordi Socías y yo salimos a caminar y cogimos una de las
calles de las que bajan hacia el estuario, que son varias.

Cuando llevábamos una hora andando vimos salir a un tipo con una
bolsa de una tienda de delicatesen.

– ¿Venden buenos vinos ahí? –le preguntó Socías.

– Muy buenos –dijo–, y un pan excelente. Pero ya van a cerrar.

Era un tipo de clase alta, con ganas de conversación, de modo que le
preguntamos si

el mercado quedaba muy lejos.

–No vayan –dijo–, a esta hora está muerto.

– ¿Y si bajamos hacia la rambla?

–Ni se les ocurra, está muerta también. Suban por esta calle y a
cuatrocientos metros encontrarán bares de ambiente, como los de
Madrid o París.

–Pero nosotros no queremos ver Madrid o París, queremos ver
Montevideo –dijo Socías.

El tipo nos miró como si nos hubiéramos vuelto locos y se alejó
prudentemente de nosotros, que continuamos caminando en la dirección
prohibida. En la dirección prohibida, en efecto, todo estaba muerto.

–Es que aquí hay que venir por la mañana –nos dijeron en el
mercado.

Hay zonas de Montevideo en las que solo es Montevideo por las mañanas
y a la hora de comer. Luego se convierten en otra ciudad en la que
siempre es domingo por la tarde, como sucede en la vida de algunas
personas: en la de Felisberto Hernández, por ejemplo, otro autor
uruguayo de referencia, enormemente infeliz, al que habíamos releído
antes de viajar.

Montevideo parecía un estado de ánimo.

✶ ✶ ✶

Regresé a la habitación del hotel en estado líquido, me quité la
ropa, excepto los calcetines (los calcetines no porque tengo la
superstición de que me sujetan los pies a la pierna), llené la
bañera de agua fría, me metí dentro, encendí un cigarrillo, y
abrí una novela de Onetti justo en el instante en el que un personaje
dice: “Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de
la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y
yo nada tengo que ver con ella”.

Abandoné el libro en defensa propia. La temperatura del cuerpo ya no
era febril. Recordé al tipo que pretendía que en Montevideo, en vez
de ver Montevideo, viéramos Madrid o París y ahí apareció en mi
cabeza una pregunta tópica: ¿Uruguay es un país europeo o
latinoamericano? Era un poco como preguntarse si las aguas, en el
estuario del río de la Plata, eran más fluviales que marítimas o
más marítimas que fluviales. Según.

Lo aconsejable era introducir el dedo y llevárselo a la boca para
comprobar si sabía o no sabía a sal. Montevideo sabía con
frecuencia a novela afligida de Onetti, aunque también a prosa
indócil de Levrero.

✶ ✶ ✶

Lo que acabo de contar sucedería después, pero se ha colado antes no
sé por qué, pongamos que por el cambio horario. Lo que sucedió al
poco de que aterrizáramos, con la maleta a medio eviscerar sobre la
cama de la habitación del hotel, es que sonó el teléfono y resultó
ser el secretario de comunicación del presidente de Uruguay.

–A las 15.30 –dijo– pasa un coche a recogerlos para llevarlos a
la chacra de Mujica.

Miré el reloj: era mediodía.

–Pero habíamos quedado en que el encuentro se produciría mañana
–observé con cautela.

–Mañana no puede ser –concluyó el secretario.

Colgué y avisé al fotógrafo. Socías y yo éramos dos señores
mayores que arrastrábamos trece horas avión, un cambio horario y un
salto sin red del invierno español al verano uruguayo. Nos
encontrábamos estupendamente, sí, pero el mismo hecho de
encontrarnos tan bien nos hacía sospechar de nuestro equilibrio
mental.

Cuando nos recogieron, llovía con una inclemencia extraordinaria,
como si le estuvieran haciendo daño a alguien. Y aunque quedaban
cinco o seis horas de luz (de luz oscura) porque en Montevideo, en
febrero, anochece tarde, las calles se habían apagado como los
pasillos de una oficina en día festivo.

El automóvil navegó hacia las afueras. Enseguida alcanzamos una zona
rural. La lluvia había cedido un poco y a través de los cristales
mojados, en medio de los cultivos, veíamos aquí o allá,
distribuidos de forma irregular, galpones que quizá eran casas o
casas que quizá eran galpones. Había perros, bastantes, que salían
a saludar al coche.

Había gallinas. En esto, apareció en medio del camino un perro
muerto que, cuando nos acercamos, resultó estar vivo. Pero le costó
apartarse, como si no creyera en nada. En una de esas, el conductor
detuvo el automóvil en una especie de cruce de caminos.

–Aquí es –dijo.

Habíamos llegado a Rincón del Cerro. Descendimos del coche y vimos,
en medio del campo, una garita de vigilancia, de estética semejante a
la de los retretes portátiles, que otorgaba al paisaje un aire
surreal. Y allí mismo, a la derecha, medio oculta entre una
vegetación sin domesticar, nos mostraron la casa de José Mujica, el
presidente de la República Oriental del Uruguay. Se ha dicho de ella
que es una casa modesta. Falso. Es pobre. Una chabola de alto
standing, podríamos decir, con el techo de chapa, a cuya puerta nos
aguardaba ese anciano que había puesto de moda a su país. Llevaba
unos pantalones de chándal desgastados y una camisa azul de todo a
cien.

–Señor presidente –dijimos extendiéndole la mano.

–Fuera, Manuela! –gritó él a una perra de tres patas, que se
había adelantado a darnos la bienvenida.

José Mujica Cordano, el dueño de la perra tullida, contaba 80 años
de los que 15 había estado preso por su pertenencia al Movimiento de
Liberación Nacional Tupamaros. Tenía en su curriculum de guerrillero
dos fugas y en su cuerpo seis heridas de bala. Detenido por última
vez en 1972, no volvería a ver la luz hasta 1985. Entró, pues, con
37 años y salió con 50. Durante ese tiempo, conoció en las
cárceles de la dictadura vejaciones sin límite. Desnudo, con las
manos y los pies atados a una especie de somier o parrilla, le habían
aplicado la picana hasta abrasarle los genitales y la lengua. La
picana, siendo uno de los instrumentos preferidos de los militares, no
era el único, ni el más sofisticado. Alcanzó asimismo justa fama el
consistente en obligar a caminar al preso por una cornisa situada en
un sexto piso, por ejemplo, con una capucha en la cabeza, haciéndole
sentir el vacío bajo sus pies. Estaba la “bañera” también, el
ahogamiento con paños empapados de agua, las simples palizas y, en
fin, el hambre, el aislamiento, los perros… Cada cárcel tenía su
especialidad.

Según relata Walter Pernas en Comandante Facundo,el ahora presidente
de Uruguay, que había perdido los dientes en el trascurso de las
palizas que le atizaban de forma habitual, llegó a comerse el papel
higiénico y el jabón, además de las moscas que acudían a su celda
(con frecuencia un simple agujero) atraídas por el olor a mierda que
despedía el preso. Había chupado, con sus encías desnudas, en busca
de un poco de calcio, los huesos que le arrojaban sus carceleros
después de que los perros los hubieran limpiado. Bebió su propia
orina, durmió durante años sobre suelos de cemento, expuesto a
fríos intolerables y a calores asfixiantes. Había pasado semanas o
meses sin ver la luz, años sin hablar con nadie que no fueran las
ratas o los insectos que convivían con él o le hacían visitas.
Perdió la noción del espacio y del tiempo, deliró, adelgazó hasta
ser capaz de contar cada uno de los huesos de su esqueleto. Se cagaba
y se meaba encima porque, fruto de los golpes, las balas y la
deficiente alimentación, sufría problemas renales y digestivos.
Cuenta el aludido Walter Pernas que no podía caminar erguido, como un
hombre, y que en los momentos de mayor deterioro físico y psíquico
los militares llevaban a sus hijos a la cárcel para que vieran a la
bestia y la insultaran. Viajó, en fin, varias veces hasta el borde
mismo de la muerte de donde regresaba alucinado, con los ojos hundidos
y sin masa muscular sobre la que sostenerse. Lo llevaban y lo traían
de una prisión a otra, de un agujero a otro, como un saco de
mercancía inmunda, arrojándolo sin contemplaciones sobre la caja del
camión militar y sacándolo de ella a patadas.

Conocedores de su diarrea crónica y de sus problemas urinarios, los
carceleros desoían sus súplicas para que lo condujeran al retrete.
Fruto de su constancia, y de la de su madre, logró, al cabo de los
años, que le dejaran poseer un orinal del que no se separaba y que se
convirtió increíblemente, con el paso del tiempo, en el símbolo de
una victoria moral sobre sus secuestradores. Abandonó la cárcel
abrazado a él, convertido ya en una maceta de flores. Apenas llevaba
cuatro días libre, cuando pronunció un discurso político en el que
resultaba imposible encontrar un vestigio de resentimiento. La
naturaleza, suele decir, nos ha puesto los ojos delante para que
miremos al frente.

Fuera, Manuela! –volvió a gritar José Mujica a la perra de tres
patas.

Manuela se apartó y entramos en la casa, que olía a humedad.

–Uruguay se está tropicalizando –dijo Mujica–. No sé cómo hay
gente que niega todavía el cambio climático.

Nos sentamos en la estancia de la entrada, que era también la pieza
de distribución del resto de las habitaciones (un dormitorio, el
baño y la cocina: unos cuarenta o cuarenta y cinco metros en total) y
yo advertí con horror que esperaba de mí que le hiciera una
entrevista. Me puse a ello, pues.

A la primera de mis preguntas respondió que los gobernantes ya no
mandaban nada.

– ¿Quién manda entonces? –pregunté.

–Los grandes poderes financieros. Ya no es el perro el que mueve la
cola, sino la cola la que mueve al perro.

– ¿Y usted le dice esto a los jefes de Estado o los presidentes con
los que se reúne?

–Sí.

– ¿Y qué le dicen?

–Me dan la razón, pero miran para otro lado. Cultivan la ilusión
de volver a ser presidentes, no se atreven a pegarle al enemigo más
fuerte que existe. Disimulan, pero somos juguetes.

– ¿Cómo ha logrado gobernar durante casi cinco años siendo
consciente de esas limitaciones?

–Este es un paisito muy especial. Más del 50% del movimiento
bancario está en manos del Estado. A los uruguayos nos educan en que,
cuando tenemos un peso, tenemos que ir al Banco de la República, que
es el banco del Estado. Y no es que nos trate bien, solo falta que nos
peguen, pero tenemos confianza en él. La banca privada es débil.

–Todos los sectores estratégicos de Uruguay están nacionalizados.

–No me eche la culpa a mí. Cuando yo nací, ya estaba todo así, es
una construcción de la historia.

Mientras hablamos, y como la puerta se ha quedado abierta, por el
calor, entra Manuela, entra un galgo cojo, entra otro perro de raza
indefinida, todos nos huelen, nos piden caricias, creo que entra un
gato también que se frota el lomo contra mis piernas, las moscas
zumban excitadas… Fuera, mezclado con el ruido de la lluvia, se
escucha de vez en cuando un alboroto de gallos. Observo a Mujica y me
parece que va y viene dentro de sí mismo, como si tuviera una
trastienda en la cabeza. Cuando regresa de la parte de atrás, se
asoma al mundo con un punto de cortesía y otro de malicia. Me
pregunto qué interés podemos despertarle este par de españoles. Me
pregunto también si sus respuestas son tan mecánicas como mis
preguntas. Dice que Uruguay es un país rico venido a menos, que se
echó a dormir cerca de la década de los sesenta, tras salir
campeones del mundo en Maracaná.

–Cincuenta años de nostalgia –añade.

Dice que se burocratizaron, que llenaron de gente las propiedades del
Estado, que tenían un teatro (el Solís) con un empleado para subir
el telón y otro para bajarlo. Dice que todavía tienen un problema
con la burocracia estatal. Reconoce que los sindicatos de los
funcionarios, muy poderosos, le han torcido un poco el brazo. Dice que
tiene paciencia, que hay que seguir luchando y sembrando, que él ha
pensado mucho, porque en la cárcel tuvo mucho tiempo para pensar, y
que aprendió que todo cambia muy lento.

Dice que de joven andaba “muy apurado”, que se le fueron entre 25
y 30 años de su vida, la mitad preso, la mitad medio libre o
“prisionero de mis esquemas”. Dice que hasta hace 20 o 30 años se
podía discutir si había guerras justas o no y que eran justas
aquellas que significaban un proceso de liberación nacional o intento
de liberación de naciones que se sentían sometidas, pero que hoy por
hoy, y tal como han evolucionado las cosas, todas las guerras son para
que los más débiles sufran. Dice que hay que tratar de cambiar las
cosas en paz, que es preciso llevar a cabo políticas de Estado y que
las políticas de Estado son aquellas en las que, desde posiciones
distintas, se buscan los puntos de acuerdo. Dice que han aparecido
problemas que ningún país puede resolver por sí mismo, que o
gobernamos la globalización o la globalización nos gobernará a
nosotros.

Dice que la democracia y el socialismo son compatibles a condición de
que la una no se trague al otro. Dice que lo que más cabe destacar de
su mandato es la lucha contra la pobreza y la indigencia y el
creciente clima de estabilidad política y confianza que ha atraído a
las inversiones extranjeras. Dice que si queremos un güisqui, dice
que no vamos a tener más remedio que volver a la economía productiva
y que en ese terreno Uruguay está muy bien situado porque tienen una
excelente producción de lácteos, de carne, de cereales
fundamentales. Dice que producen trigo, soja, que exportan arroz, que
son buenos vendedores de carne de vaca, que exportan pescado porque
ellos apenas comen pescado, muy poco, que tienen un mar precioso, pero
que han vivido de espaldas a él pese a ser descendientes de gallegos.
Dice que habla mucho con los chinos, que son su primer cliente, que
les compran toda la soja y que están aumentando su presencia, que en
las campañas electorales las banderitas son todas chinas. Dice que el
problema de Europa es que ha descuidado la economía productiva,
subordinándola al engranaje financiero, de ahí la imagen de la cola
que mueve al perro, cuando lo productivo es el perro…

Me viene a la memoria que el secretario de comunicación nos dijo que
disponíamos de una hora u hora y media y que Jordi Socías necesita
también su tiempo para las fotos. Entonces me sale un gesto de
impotencia, apago el magnetofón y le digo a Mujica, al presidente de
Uruguay, el Pepe, como lo llaman los uruguayos:

–Mire, yo no sé hacer entrevistas, yo no sé hacer esto que le
estoy haciendo.

Mujica se retira un momento a la trastienda que tiene dentro de sí
(se le han apagado un poco los ojos), vuelve (se le han encendido) y
me mira desde las dos rendijas por las que se asoma al mundo como si
aún continuara dentro de una celda, como si el cuerpo fuera la celda
y los ojos la mirilla.

–Lo que yo sé –continúo– es contar lo que me pasa. Si usted me
permitiera venir a desayunar mañana a su casa y acompañarle luego al
trabajo y ver cómo se mueve, cómo actúa, en fin, yo contaría luego
todo eso…

Como la situación, al parecer, se ha vuelto un poco violenta, pues ni
Mujica ni su secretario de comunicación entienden que les hayan
enviado desde el otro lado del mundo a un tipo que no sabe hacer
entrevistas, interviene Jordi Socías:

–Lo que Millás quiere decir es que él lo que sabe es contar
historias.

–Vamos a tomar un trago –concluye Mujica.

Y nos vamos a la cocina, donde nos pone un güisqui y Jordi comienza a
hacerle fotos, y no parece que estemos con un presidente ni nada
parecido y yo me acuerdo de que este hombre dona el 87% de su sueldo a
un proyecto de viviendas para pobres y le pregunto si le queda
suficiente dinero para vivir y dice que sí, que a su señora,
después de aportar al partido, le quedan 45.000 pesos, unos dos mil
euros.