1) La era de la desintegración –
2) Premios Nobel al servicio de Monsanto y Syngenta –
3) Burundi: Injerencias, mentiras y oro –
4) Venezuela antes y después de Chávez –
5) Violencia sin justicia en México: la guerra y sus consecuencias
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COMCOSUR — POR LA VOZ DE MUMIA ABU JAMAL / AÑO 16 / Nº 781 / Miércoles 6 de Julio de 2016 / REVISTA DE INFORMACIÓN Y ANÁLISIS / Producción: Andrés Capelán – Coordinación: Carlos Casares
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“Vivimos en la mentira del silencio. Las peores mentiras son las que niegan la existencia de lo que no se quiere que se conozca. Eso lo hacen quienes tienen el monopolio de la palabra. Y el combatir ese monopolio es central.” — Emir Sader
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1) La era de la desintegración
Un mundo cada día más convulsionado
Patrick Cockburn (TomDispatch)
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
Un interminable ciclo de guerras que no resuelven nada
Introducción de Tom Engelhardt
He aquí un hecho inevitable: estamos ahora en un mundo brexit. Estamos viendo las primeras señales de una importante fragmentación del planeta que, hasta hace poco tiempo, los entendidos estaban convencidos de que estaba globalizándose rápidamente y dirigiéndose hacia todo tipo de unificaciones. Si queréis una sola imagen que capte el desalentador espíritu del momento, esta imagen es la cifra 65 millones. Este es el número de personas que la Oficina el alto comisionado para los Refugiados de Naciones Unidas (ACNUR, por sus siglas en inglés) estima que fueron desplazadas en 2015 por “los conflictos y la persecución”, un refugiado por cada 113 habitantes del planeta Tierra. Esta situación es peor de la que se produjo al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando importantes partes del mundo habían sido devastadas. De los 21 millones de refugiados de entonces, el 51 por ciento eran niños (muchas veces separados de sus padres y sin posibilidad alguna de acceder a la educación). Muchos de los desplazados de 2015 eran, de hecho, refugiados internos, incluso en su propio despedazado país. Casi la mitad de aquellos que cruzaron alguna frontera provenían de tres países: Siria (4,9 millones), Afganistán (2,7 millones) y Somalia (1,1 millones).
A pesar de los titulares de la prensa que hablan de refugiados que se dirigen a Europa –aproximadamente un millón de ellos consiguieron llegar allí en el última año (dejando muchos muertos en el camino)–, muchos de los desarraigados que habían dejado su tierra acabaron en empobrecidas zonas de países vecinos; a la cabeza de ellos, Turquía, donde hoy hay 2,5 millones de refugiados. De este modo, la propagación de conflictos y caos, especialmente en el Gran Oriente Medio y África, no hace otra cosa que llevar más conflicto y caos allí donde esos refugiados son forzados a ir.
No olvidéis que, con todo lo extremo que ese guarismo –65 millones– pueda parecer, sin duda es el comienzo –no el final– de un proceso. Una razón: esa cifra no incluye a los 19 millones de personas desplazadas el año pasado por condiciones climáticas extremas y otros desastres naturales. Incluso, en las próximas décadas, el calentamiento global con la posibilidad de fenómenos climáticos extremados (como la actual ola de calor en el oeste de Estados Unidos) y la elevación del nivel del mar, indudablemente provocarán nuevas aleadas de refugiados, que no harán más que sumarse a los conflictos y la fragmentación.
Como Patrick Cockburn lo señala hoy, hemos entrado en “una era de la desintegración”. Y él debe saberlo. Quizá no haya un informador occidental que haya cubierto el sombrío amanecer de esta era en el Gran Oriente Medio y el norte de África –desde Afganistán hasta Irak, desde Siria hasta Libia– tan exhaustivamente como él lo ha hecho en los últimos 10 años y medio.
Su libro más reciente, Chaos & Caliphate: Jihadis and the West in the Struggle for the Middle East, es una vívida muestra de su forma de informar y de un mundo que se está resquebrajando como consecuencia de los conflictos que lo han tenido como testigo. E imaginad que esto empezó con una operación –los atentados del 11 de septiembre de 2001– que, según estimaciones, apenas costó entre 400.000 y medio millón de dólares y empleó a 19 fanáticos (sobre todo saudíes) y algunos aviones secuestrados. Osama bin Laden debe estar sonriendo en su acuática tumba.
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El neoliberalismo, el intervencionismo, la maldición de los recursos y un mundo en fragmentación
Vivimos una época de desintegración. En ningún sitio esto es más evidente que en el Gran Oriente Medio y África. En todo el territorio que va desde Pakistán a Nigeria hay por lo menos siete guerras en curso –en Afganistán, Irak, Siria, Yemen, Libia, Somalia y Sudán del Sur–. Estos conflictos son extraordinariamente destructivos; están desgarrando los países donde ellas tienen lugar; tanto que se duda que puedan recuperarse alguna vez. Ciudades como Alepo, en Siria; Ramadi, en Irak; Taiz, en Yemen; y Benghazi, en Libia, están parcial o totalmente en ruinas. Además, hay por lo menos otras tres serias insurgencias: en el sureste de Turquía, donde el ejército turco combate contra la guerrilla kurda; en la península de Sinaí, Egipto, donde un apenas comentado pero muy feroz conflicto de guerrillas está librándose; y en el noreste de Nigeria y los países vecinos, donde Boko Haram continúa lanzando mortíferos ataques.
Todos estos enfrentamientos tienen varios aspectos en común: son eternos y nunca parecen producir claros ganadores y perdedores (efectivamente, Afganistán está en guerra desde 1979 y Somalia desde 1991), y conllevan la destrucción o el desmembramiento de las naciones implicadas o su partición de facto en medio de movimientos populares y alzamientos; muy tratadas mediáticamente en el caso de Siria e Irak, aunque menos en lugares como Sudan del Sur, donde más de 2,4 millones de personas han sido desplazadas en los últimos años.
Hay una similitud más, no menos importante por ser obvia: la mayor parte de estos países –donde el Islam es la religión predominante–, los movimientos extremistas de orientación salafista-yihadista –entre ellos el Estado Islámico (Daesh, en adelante), al-Qaeda y el Talibán– son prácticamente la única forma de vehiculizar la protesta y la rebelión. A estas alturas, han reemplazado por completo a los movimientos socialistas y nacionalistas que predominaban en el siglo XX; en estos últimos años ha habido una total reversión hacia la identidad religiosa, étnica y tribal, hacia los movimientos que tratan de establecer un territorio propio y exclusivo mediante el acoso y la expulsión de las minorías.
En el proceso y debido a la presión de la ingerencia militar extranjera, una vasta porción del planeta parece estar abriéndose en canal. Aun así, la comprensión de lo que está sucediendo es muy limitada en Washington. Recientemente, esta situación se hizo patente cuando 51 diplomáticos del departamento de Estado de Estados Unidos protestaron contra la política siria del presidente Obama y sugirieron que debían lanzarse ataques aéreos selectivos contra las fuerzas del régimen sirio en la creencia de que el presidente Bashar el-Assad estaría dispuesto a un cese del fuego. El pensamiento de los diplomáticos continúa siendo ingenuo en el más complejo de los conflictos mencionados y supone que el bombardeo con barriles explosivos a los civiles realizado por el gobierno sirio es “la principal causa de la inestabilidad que continúa castigando a Siria y toda la región”.
Es como si la mente de esos diplomáticos estuviera todavía en los tiempos de la Guerra Fría, como si aún estuviesen luchando contra la Unión Soviética y sus aliados. Contra toda lo visto en los últimos cinco años, suponen que una apenas existente oposición moderada siria se beneficiaría con la caída de el-Assad y una falta de comprensión de que la oposición armada en Siria está completamente dominada por el Daesh y los clones de al-Qaeda.
A pesar de que en estos momentos se reconoce ampliamente que la invasión de Irak en 2003 ha sido una equivocación (incluso por quienes en su día la apoyaron), no se ha aprendido lección alguna sobre cómo las intervenciones militares –directas e indirectas– de Estados Unidos y sus aliados en los últimos 25 años solo han empeorado la violencia y acelerado el fracaso de algunos países.
Una extinción en masa de países independientes
El Daesh, que justamente celebra su segundo aniversario, es la derivación grotesca de esta época de caos y conflicto. La existencia misma de esta monstruosa secta no es más que un síntoma de la profunda dislocación sufrida por las sociedades de esa región, una región gobernada por elites corruptas y carentes de reputación. Su surgimiento –y el de sus variaciones estilo Talibán o al-Qaeda– muestra la dimensión de la debilidad de sus oponentes.
El ejército de Irak y sus fuerzas de seguridad, por ejemplo, tenían registrados 350.000 soldados y 660.000 policías en junio de 2014, cuando unos pocos miles de combatientes del Daesh capturaron Mosul, la segunda ciudad del país, que aún mantienen en su poder. En estos momentos, el ejército iraquí, los servicios de seguridad y unos 20.000 paramilitares chiíes respaldados por el enorme poder de fuego de Estados Unidos y la fuerza aérea de sus aliados se han abierto camino dentro de la ciudad de Fallujah, a 64 kilómetros al oeste de Bagdad, luchando contra la resistencia de los combatientes del Daesh, que quizás sean unos 900 hombres. En Afganistán, el resurgimiento del Talibán, supuestamente derrotado totalmente en 2001, tiene menos que ver con la popularidad de ese movimiento que con el desprecio con que los afganos miran a su corrupto gobierno con sede en Kabul.
En todas partes los estados nacionales están debilitados o derrumbándose, mientras unos jefes autoritarios luchan por su supervivencia frente a las presiones, tanto exteriores como interiores. Así es muy difícil esperar que la región pueda desarrollarse. Se suponía que unos países que en la segunda mitad del siglo XX habían conseguido quitarse de encima la dominación colonial se unirían más a medida que el tiempo pasara, no menos.
Entre 1950 y 1975, los líderes regionales accedieron al poder en buena parte del anterior mundo colonial. Prometieron que alcanzarían la autodeterminación nacional; para ello, crearon poderosos países independientes mediante la concentración de todos los recursos políticos, militares y económicos que estuviesen disponibles. En lugar de eso, después de algunas décadas, muchos de esos regímenes se convirtieron en Estados policiales controlados por un reducido número de familias extraordinariamente ricas y un círculo de hombres de negocios que dependían de sus conexiones con jefes como Hosni Mubarak, en Egipto, o Bashar el-Assad, en Siria.
En los últimos años, esos países se abrieron también al torbellino económico del neoliberalismo, que destruyó cualquier rudimentario contrato social que existiera entre gobernantes y gobernados. Tomemos a Siria, por ejemplo. En este país, las ciudades y poblaciones rurales que una vez habían apoyado al régimen baazista de la familia al-Assad porque les proporcionaba empleos y mantenía bajos los precios de los artículos de primera necesidad fueron, después de 2000, abandonados a las fuerzas del mercado que siempre favorecen a quienes detentan el poder. Estas poblaciones se convertirían en la columna vertebral del levantamiento posterior a 2011. Mientras tanto, instituciones como la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), que en los setenta habían hecho tanto por el aumento de la riqueza y el poder de los productores de crudo de la región, habían perdido su capacidad de actuar de común acuerdo.
La pregunta en este momento es: ¿Por qué se está produciendo una “extinción en masa” de países independientes de Oriente Medio, el norte de África y más allá? Es frecuente que los políticos y los medios occidentales se refieran a esos países como “estados fallidos”. La implicación subyacente en esa expresión es que el proceso que viven esos países es de tipo destructivo. Pero unos cuantos de esos estados ahora etiquetados como “fallidos”, como puede ser el caso de Libia, solo accedieron a esa categoría después de que un movimiento de oposición respaldado por Occidente se hiciera con el poder gracias al apoyo y la intervención militar de Washington y la OTAN y demostrara ser demasiado débil como para imponer su poder gubernamental centralizado y el correspondiente monopolio de la violencia dentro del territorio nacional.
De un modo u otro, en Irak 2003, este proceso se inició con la intervención de una coalición liderada por Estados Unidos que condujo al derrocamiento de Saddam Hussein, la proscripción del Partido Baazista y la disolución de sus fuerzas armadas. Fueran cuales fueran sus defectos, tanto Saddam como el autocrático mandamás de Libia, Muammar Gaddafi fueron satanizados y culpabilizados de todas las disputas étnicas, sectarias y regionales de los países que gobernaban, unas dsiputas que de hecho se dispararon del modo más nefasto después de la muerte de cada uno de ellos.
Sin embargo, aún hay una pregunta más: ¿Por qué la oposición a los autócratas y a la intervención occidental adquirió la forma islámica y cómo es qué los movimientos islámicos fueron los que consiguieron dominar la resistencia armada particularmente en Irak y en Siria; una resistencia tan violenta, regresiva y sectaria? Formulémosla de otra manera: ¿Cómo pudieron esos grupos encontrar tanta gente dispuesta a morir por una causa, mientras que sus oponentes apenas consiguen reclutar alguna? Cuando las unidades de combate del Daesh arrasaban el norte de Irak en el verano de 2014, los soldados [iraquíes] se quitaban el uniforme, dejaban sus armas y desertaban abandonando las ciudades del norte del país; y justificaban su fuga diciendo desdeñosamente: “¿Morir por [el primer ministro Nouri] al-Maliki? ¡Jamás!”.
Una explicación corriente de la ascensión de los movimientos islámicos de resistencia es que la oposición socialista, laica y nacionalista había sido aplastada por las fuerzas de seguridad del antiguo régimen, mientras que no había pasado lo mismo con los islamistas. Sin embargo, en países como Libia y Siria, los islamistas habían sido también salvajemente perseguidos, pero llegaron a dominar la oposición. Aun así, aunque esos movimientos confesionales fueron lo bastante fuertes como para oponerse a los gobiernos, en general demostraron no tener la fuerza suficiente como para reemplazarlos
Demasiado débiles para ganar, pero demasiado fuertes para perder
A pesar de que está claro que hay muchas razones para la actual desintegración de países y que esas razones difieren de un lugar a otro, hay algo que es incuestionable: el fenómeno en sí mismo se está convirtiendo en la norma válida a lo largo y ancho de una vasta porción del planeta.
Si buscamos las causas del fracaso de naciones en nuestro tiempo, el punto de partida es sin duda el final de la Guerra Fría, hace un cuarto de siglo. Una vez acabada, ni Estados Unidos ni la Rusia que surgió del descalabro de la Unión Soviética tenían un interés especial en continuar apuntalando “estados fallidos”, como lo habían hecho durante tanto tiempo ante el temor de que lo hiciera la superpotencia rival y sus ‘apoderados’ locales. Antes de eso, los líderes nacionales de regiones como el Gran Oriente Medio habían sido capaces de mantener a sus respectivos países en cierto grado de independencia conservando un equilibrio entre Moscú y Washington. Con el colapso de la Unión Soviética, eso ya no era factible.
Además, el triunfo de la economía neoliberal de libre mercado tras el colapso de la Unión Soviética agregó un ingrediente crítico a la mezcla; con el tiempo se vería que esto era mucho más desestabilizante.
Una vez más, tomemos en consideración a Siria. La expansión del libre mercado en un país en el que nunca había habido una responsabilidad democrática ni regido la ley por encima de todo significó una cosa: los plutócratas relacionados con la familia gobernante del país se apropiaron de todo lo que parecía ser potencialmente rentable. Gracias a esto, aumentaron pasmosamente su fortuna, mientras que los empobrecidos habitantes de las aldeas, los pueblos rurales y los barrios de chabolas de las ciudades de Siria, que una vez había dependido del Estado para conseguir trabajo y alimentos baratos, ahora sufrían. Nadie debería sorprenderse de que estos lugares se convirtieran en el centro de los levantamientos en la Siria posterior a 2011. En la capital, Damasco, mientras se extendía el reinado del neoliberalismo, incluso los miembros de rango bajo de la mukhabarat, o policía secreta, vivían con entre 200 y 300 dólares por mes; mientras tanto, el Estado se transformó en una maquinaria dedicada al robo.
En esos años, el robo y la subasta del patrimonio nacional se propagaron por toda la región. El nuevo gobernante de Egipto, el general Abdel Fattah al-Sisi, implacable con cualquier asomo de disenso interior, fue típico. En un país que alguna vez había sido el modelo a emular de los regímenes nacionalistas de todo el mundo, al-Sisi no titubeó el pasado abril en entregar dos islas en el mar Rojo a Arabia Saudí, de cuyos financiamientos y ayudas depende régimen egipcio (sorprendiendo a todo el mundo, recientemente un tribunal de El Cairo anuló la decisión de al-Sisi).
Este gesto, sumamente impopular entre los cada vez más empobrecidos egipcios, fue el símbolo de un cambio de mayor alcance en el equilibrio de poder en Oriente Medio: los otrora países más poderosos de la región –Egipto, Siria e Irak– habían sido nacionalistas laicos y un auténtico contrapeso respecto de Arabia Saudí y las monarquías del golfo Pérsico. Según se debilitaban las autocracias seculares, aumentaba el poder y la influencia de las monarquías sunníes fundamentalistas. Si 2011 fue testigo de la propagación de la rebelión y la revolución en todo el Gran Oriente Medio, mientras la Primavera Árabe florecía fugazmente, también vio la extensión de la contrarrevolución financiada por las monarquías absolutistas del Golfo ricas en petróleo, que nunca iban a tolerar cambios de régimen democráticos y no confesionales en Siria o Libia.
Hay algo más en juego que agrega todavía más fragilidad a esos países: la producción y comercialización de recursos naturales –crudo, gas y minerales– y la cleptomanía que acompaña a esas actividades. Esos países sufren a menudo los efectos de lo que se conoce como “la maldición de los recursos”: unos estados cada vez más dependientes de los ingresos por la venta de sus recursos naturales –teóricamente suficientes como para asegurar un nivel de vida razonablemente decente– que en cambio pasan a ser unas dictaduras grotescamente corruptas. En ellas, los yates de los multimillonarios locales con importantes conexiones con el régimen de turno se balancean en puertos rodeados de barrios de chabolas sin agua corriente ni saneamiento. En esas naciones, las políticas suelen centrarse en rencillas y maniobras de elites para robar los dineros que ingresa el Estado y trasladarlos fuera del país lo más rápidamente posible.
Esta ha sido la pauta de la vida económica y política de gran parte del África subsahariana desde Angola a Nigeria. En Oriente Medio y el norte de África, sin embargo, existe un sistema algo diferente, uno normalmente mal comprendido fuera de esas regiones. En Irak o Arabia Saudí hay una desigualdad parecida y unas elites igualmente cleptómanas. No obstante, han gobernado mediante Estados clientelares en los que a una parte importante de la población se le ofrece empleo en el sector público a cambio de la pasividad política o el apoyo a los cleptócratas.
Por ejemplo, en Irak, con una población de 33 millones de personas, no menos de siete millones están en la nómina del gobierno, gracias a salarios o pensiones que cuestan al Estado unos 4.000 millones de dólares por mes. Este burdo sistema de distribución popular de los ingresos derivados del petróleo ha sido denunciado frecuentemente por comentaristas y economistas occidentales con el nombre de corrupción. Estos, por su parte, recomiendan generalmente recortar el número de esos empleos, pero eso significaría que todos –no solo una parte– los ingresos estatales provenientes de los recursos naturales serían robados por la elite. De hecho, este es cada vez más el caso en esos territorios a medida que el precio del petróleo toca fondo; incluso los miembros de la realeza saudí han empezado a recortar la ayuda estatal a la población.
Una vez se pensó que el neoliberalismo era el camino hacia la democracia secular y la economía de libre mercado. En la práctica, ha sido cualquier cosa menos eso. En lugar de ello, junto con la maldición de los recursos y las repetidas intervenciones militares de Washington y sus aliados, la economía de libre mercado ha desestabilizado profundamente el Gran Oriente Medio. Alentado por Washington y Bruselas, el neoliberalismo del siglo XXI ha hecho que las sociedades desiguales sean todavía más desiguales y ha ayudado a transformar regímenes que ya eran corruptos en maquinarias de pillaje. Por supuesto, es también una fórmula para el éxito del Daesh o cualquier otra alternativa extremista al statu quo. Esos movimientos están limitados a encontrar apoyo en las zonas empobrecidas u olvidadas, como el este de Siria o el este de Libia.
Sin embargo, tengamos presente que este proceso de desestabilización de ninguna manera está limitado al Gran Oriente Medio y el norte de África. Ciertamente, estamos en la era de la desestabilización, un fenómeno en alza en el ámbito global, y ahora mismo propagándose en los Balcanes y el este de Europa (con una Unión Europea cada día más incapaz de influir en los acontecimientos en su ámbito). Ya no se habla de la integración europea, sino de cómo impedir un completo desmembramiento de la UE después de que los británicos votaran para marcharse de ella.
Las razones para que una exigua mayoría de ciudadanos británicos votara por el brexit tienen paralelos con Oriente Medio: las políticas económicas de libre mercado seguidas por los gobiernos desde que Margaret Thatcher fue primer ministro han ensanchado la distancia entre ricos y pobres y entre ciudades prósperas y buena parte del resto del país. Es posible que Gran Bretaña haya hecho bien las cosas, pero millones de ciudadanos del Reino Unido no han participado de esa prosperidad. El referéndum sobre si continuar o no siendo miembro de la UE, la opción defendida por casi la totalidad del establishment británico, se transformó en el catalizador de la protesta contra el statu quo. La rabia de los votantes por “salir” tiene mucho en común con la de los seguidores de Donald Trump en Estados Unidos.
Estados Unidos continúa siendo una superpotencia, pero ya no es tan poderosa como lo fue una vez. Este país también está sintiendo las tensiones de este momento mundial, en el que tanto EEUU como sus aliados son los suficientemente poderosos como para pensar que pueden acabar con regímenes que no son de su agrado; sin embargo, el éxito no les ha acompañado bastante, como en Siria, o si han tenido éxito, como en Libia, no han podido reemplazar aquello que destruyeron. Un político iraquí dijo una vez que el problema de su país era que los partidos eran “demasiado débiles para ganar, pero demasiado fuertes para perder”. Este patrón es el que predomina cada vez más en toda la región y se extiende por todas partes. Esto implica la posibilidad de un interminable ciclo de guerras que no resuelvan nada y una era de inestabilidad que ya ha comenzado.
Patrick Cockburn es corresponsal en Oriente Medio del periódico The Independent de Londres y autor de cinco libros sobre Oriente Medio; el más reciente es Chaos and Caliphate: Jihadis and the West in the Struggle for the Middle East (OR Books).
MIÉRCOLES 6 DE JULIO DE 2016 – COMCOSUR
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2) Premios Nobel al servicio de Monsanto y Syngenta
Silvia Ribeiro (Alai)
Son pocas las veces que tanta gente prominente del ámbito científico presume su ignorancia en tan corto espacio. Así es la carta pública que un centenar de ganadores del premio Nobel publicaron el 30 de junio defendiendo los transgénicos, particularmente el llamado arroz dorado y atacando a Greenpeace por su posición crítica a estos cultivos. La misiva abunda en adjetivos y apelativos altisonantes, hace afirmaciones falsas y no da argumentos, por lo que parece más una diatriba propagandística de empresas de transgénicos que científicos presentando una posición.
Para empezar, el llamado arroz dorado (arroz transgénico para expresar la provitamina A) que defienden con tanto énfasis, no existe. No por las críticas que le haya hecho Greenpeace y muchas otras organizaciones, sino porque sus promotores no han podido hacer una formulación viable, pese a casi 20 años de investigación y más de 100 millones de dólares invertidos. Tampoco han demostrado que tenga efecto en aportar vitamina A.
La primera versión de ese arroz transgénico con betacaroteno (GR1) fue un accidente de investigadores suizos que experimentaban otra cosa, por lo que nunca controlaron exactamente el proceso. Esa versión requería comer kilos de arroz diariamente para completar la dosis necesaria de vitamina A. Luego Syngenta compró la licencia y como propaganda donó la licencia de investigación a una fundación, en la que es miembro la Fundación Syngenta. Pero la empresa retuvo los derechos comerciales. En 2005, anunció la versión GR2, con más provitamina. Pero no ha podido demostrar que la provitamina sea estable, ya que se oxida fácilmente y en poscosecha disminuye a 10 por ciento del contenido. Como es una manipulación genética experimental de alteración de rutas metabólicas, podría tener cambios imprevistos con efectos graves para la salud. Varios científicos han señalado esos riesgos y los mitos del arroz dorado (entre otros, D. Schubert, 2008, y Michael Hansen, 2013; http://goo.gl/ChvI4Q).
Por otro lado, vegetales comunes como la zanahoria, col, espinaca y muchos tipos de quelites –hierbas comestibles comunes que acompañan la siembra campesina y las culturas culinarias tradicionales– aportan mucho más vitamina A que ese arroz, sin efectos secundarios y sin pagar a trasnacionales. Por el contrario, la agricultura industrial y de precisión que defienden en la carta de los Nobel, por ser plantadas en grandes monocultivos con agrotóxicos, eliminan esos quelites y también a los campesinos, desplazados y contaminados por las megaplantaciones.
La carta afirma que el hambre es por falta de alimentos, lo cual es falso: la producción mundial de alimentos sobra para todos los habitantes del planeta ahora y en 2050. Si existen hambrientos y desnutridos es porque no tienen tierra para producir ni pueden acceder a los alimentos. La cadena agroindustrial de alimentos –que detenta los transgénicos– desperdicia de 33 a 40 por ciento de la comida producida según datos de la FAO, lo cual alcanza para alimentar a todos los hambrientos del mundo. Además, como informa Greenpeace en su respuesta, 75 por ciento de la tierra agrícola se usa para producir forrajes para animales en cría industrial y agrocombustibles, no alimentos. (goo.gl/e5xEwc).
La afirmación de que los transgénicos son seguros para el ambiente y la salud ha sido rebatida, con argumentos y referencias científicas, por más de 300 científicos convocados por la Red Europea de Científicos por la Responsabilidad Social y Ambiental (goo.gl/VM8i3W).
Pero quizá lo más notable es que la carta no menciona que sólo seis trasnacionales (en vía de volverse tres) controlan todos los agrotransgénicos en el mundo, 61 por ciento de todas las semillas comerciales y 76 por ciento del mercado global de agrotóxicos. ¿Cuánta falta de ética y honestidad es necesaria para ocultar que su propuesta de agricultura de precisión es el negocio de un puñado de trasnacionales, todas con larga trayectoria de violación de derechos ambientales, humanos y a la salud?
La sombra de las trasnacionales cae pesadamente sobre esta carta supuestamente científica. Se dicen preocupados por el hambre y los niños desnutridos en el sur global, pero eligen presentar la carta en una conferencia de prensa en Washington, Estados Unidos, en un momento muy oportuno para favorecer a las empresas de transgénicos. En esta semana el Congreso debe votar una ley sobre etiquetado de transgénicos que quiere impedir que los estados tomen decisiones en este tema. Buscan anular la norma de etiquetado que comenzó a regir desde el 1º de julio en Vermont, luego de un referendo que votó en favor de ello.
A su conferencia de prensa se impidió asistir a Greenpeace, cuyo representante fue bloqueado por Jay Byrne, ex jefe de comunicaciones de Monsanto, que increíblemente ¡funcionaba de portero de la conferencia! (goo.gl/i8FXDg). Lejos del altruismo científico, los firmantes organizadores de la carta, Richard Roberts y Phillip Sharp, son también empresarios biotecnológicos. El sitio donde publican la carta es un espejo de otro que redirige al Genetic Literacy Project, frente de propaganda disfrazado de las trasnacionales de transgénicos y agrotóxicos. (GMWatch goo.gl/WekAin).
Pero lo más ofensivo es su pregunta final: ¿Cuánta gente pobre debe morir para considerar [la crítica a los transgénicos] un crimen contra la humanidad? Opino que los firmantes deben ir inmediatamente a las zonas de plantaciones de soya transgénica en Paraguay, Argentina, Brasil, donde las madres pierden los embarazos y niños y trabajadores mueren de cáncer por los agrotóxicos de los cultivos transgénicos. Esos son crímenes contra la humanidad.
MIÉRCOLES 6 DE JULIO DE 2016 – COMCOSUR
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3) Burundi: Injerencias, mentiras y oro
Rosa Moro (Africa en mente)
El presidente de Burundi Pierre Nkurunziza anunció en abril de 2015 que se presentaría a un tercer mandato presidencial. Inmediatamente estallaron manifestaciones de protesta, que fueron fuertemente reprimidas por las fuerzas de seguridad. Nkurunziza quería cumplir lo que habían hecho antes, entre otros, el presidente de Uganda en 2005, el de Ruanda en 2010 y el de República Democrática del Congo en 2011, interpretar que el límite constitucional de dos mandatos presidenciales se refiere a los que se ha sido elegido por sufragio universal directo, no designado por algún otro proceso circunstancial, como haber sido designado tras acuerdos de paz o altos al fuego.
Todos sus vecinos (Paul Kagame, Yoweri Museveni, Denis Sasso Nguesso y Joseph Kabila) han pasado este mismo estadio con relativa calma y han superado después con éxito el siguiente, el de modificar la constitución (Kabila está en ese proceso ahora) para perpetuarse en el poder, sin tanta oposición internacional como está teniendo el actual presidente de Burundi, ni siquiera al modificar la carta magna.
En los medios internacionales se ha dicho hasta la saciedad que Nkurunziza intentó reformar la constitución “y no pudo”, algo totalmente infundado y falso. Sencillamente lo repiten todos citándose unos a otros. Lo que ocurrió en Burundi es que el gobierno y la oposición llevaron sus diferencias ante el Tribunal Constitucional y éste dictaminó que el tercer mandato era constitucional porque el artículo 8 limita los mandatos a dos, “habiendo sido elegido por sufragio universal directo”, es decir en las urnas. El primer mandato de Nkurunziza fue por designación, no por sufragio, solo se había presentado a unas elecciones. Los tan citados acuerdos de Arusha, sencillamente remiten a la constitución, para exigir el límite de «dos mandatos constitucionales», así que todo parece dentro de lo normal. El Tribunal Constitucional es un órgano compentente en los países europeos, (aunque sus decisiones sean desacertadas muchas veces), pero en los países africanos, o dicta lo que las potencias occidentales desean oir, o no lo dan por válido y exigen que no se acaten sus decisiones, violando la soberanía de los estados con total impunidad y descaro.
No es mi intención defender el gobierno de Nkurunziza. No creo que haya un gobierno perfecto o digno de más alabanzas que críticas, y el de Burundi no es excepción. Me sería mucho más fácil criticarlo, porque hay motivos, y unirme a la corriente, pero no puedo hacerlo, porque me parece mucho más criticable el “linchamiento” internacional que está sufriendo. Ha sido designado “villano” en una guerra sucia y es injusto.
Las injerencias en un país tan desconocido por la mayoría como Burundi son más fáciles de llevar a cabo, tanto por los podersos como por los medios, máxime si está en África, donde el lector enseguida pierde el interés “Ah, bueno, por ahí, donde todos son dictadores”, por estar sometidos como estamos de modo continuado e implacable a estereotipos negativos y manipulación mediática.
El primer mediador designado para la crisis de trasferencia de poder, Yoweri Museveni, de Uganda, lleva él mismo en el poder 30 años, desde 1986, agotó un largo mandato por designación hasta que se organizaron las elecciones en las que fue elegido, agotó su segundo mandato y cuando llegó la hora de dejar el poder, cambió la constitución para seguir, ha ganado las últimas elecciones en febrero de 2016. No parece la persona más apropiada para asesorar a Burundi. Tampoco parece un asesor ideal el otro vecino y participante en las “conversaciones de paz”, Paul Kagame de Ruanda, quien lleva en el poder desde 1994 y acaba de reformar la constitución para seguir en él hasta 2034, un total de 40 años, mínimo. Joseph Kabila de Congo, en 2016, intenta por todos los medios cambiar la constitución para “legalizar” su aferramiento al poder. Después de Museveni se nombró mediador al presidente de Angola, José Eduardo Dos Santos, en el poder desde 1979. Menudos asesores… del diablo. Ahora el mediador es el expresidente de Tanzania Benjamin Mkapa.
Hagamos una breve linea de tiempo de la crisis:
– Entre abril y mayo de 2015, debido a la represión de las manifestaciones de quienes se oponían a la candidatura de Nkurunziza, unas 20 personas perdieron la vida. – El 14 de mayo tuvo lugar un intento de golpe de estado, que incluso apareció en la wikipedia inmediatamente como exitoso, -aunque durase más en la wikipedia que en Bujumbura-, encabezado por el entonces recién destituido jefe de los servicios secretos, el general Godefroid Nyombare.
– Tras el frustrado golpe, la violencia se intensificó y el 21 de julio de 2015, día de las elecciones, los muertos ya ascendían a 77 y los desplazados a 127.000.
– Nkurunziza ganó las elecciones con más del 69% de los votos y a partir de entonces la violencia se disparó.
– A comienzos de 2016 los muertos ascendían a 400 y los desplazados a 220.000, en un pequeño país de apenas 10 millones de habitantes, cuya composición social se asemeja a la de su vecina Ruanda: mayoría Hutu, minoría Tutsi y Twa.
– Los llamados rebeldes, comandados por el ex general Godefroid Nyombare, que se han refugiado en la vecina Ruanda, cometen desde allí ataques a cuarteles militares, incluso uno al palacio presidencial, pero sobre todo atentados y asesinatos selectivos de líderes civiles, políticos y militares.
El periodista burundés Willy Nyamitwe, asesor de comunicación de la presidencia, señala en una entrevista concedida a la periodista estadounidense Ann Garrison que la mayoría de las más de 500 víctimas mortales son responsabilidad de los llamados rebeldes y remarca que hasta que ellos entraron en acción, los muertos por la represión del gobierno -la cual no niega- no llegaban a dos docenas.
Destacados analistas de la región no comprenden el empeño de los organismos y medios internacionales por ver factores étnicos, incluso alertar sobre el peligro de un nuevo genocidio. Esta crisis es política. El gobierno, el ejército, la administración y los partidos políticos en Burundi son diversos, de hecho la mayoría de la oposición está formada por Hutus como el propio presidente. El periodista ruandés Claude Gatebuke, afirma que estas insinuaciones son propaganda de quienes pretenden despertar los fantasmas del genocidio para obtener un beneficio político , la imposición de sanciones a Burundi desde la comunidad internacional. Alguno, como el padre Thomas Nahimana, de Burundi, va más allá y acusa al presidente de Ruanda, Paul Kagame, de querer provocar en Burundi un «genocidio” de cara al exterior , aunque no sea verdadero en la realidad, para tener el pretexto de invadir el país y acabar dominando la región entera.
Estas sospechas de los burundeses se vieron respaldadas por el último informe confidencial de expertos de la ONU, presentado el 15 de enero de 2016 . En este informe se afirma que entre mayo y junio de 2015, el ejército de Ruanda llevó a cabo una campaña de reclutamiento forzoso de refugiados burundeses en el campo de Mahama, durante la noche, algunos de ellos menores de edad, para convertirlos en rebeldes que operen en Burundi. Tras el reclutamiento -según declararon a los expertos de la ONU los propios rebeldes forzosos- tenían un entrenamiento militar de dos meses, bajo la batuta de los militares y oficiales ruandeses en los propios cuarteles del ejército de Ruanda. Según estos mismos testigos, habría unas cuatro compañías formadas, armadas y financiadas por los militares ruandeses, de unos 100 hombres cada una.
Aunque Samantha Power, la embajadora de Estados Unidos en la ONU, una figura muy implicada en la política de la región, ha dicho que conoce y cree ciertas las denuncias de dicho informe, su gobierno no se ha posicionado al respecto. Este informe no ha sido citado por apenas nadie, ONG, organismos preocupados por la paz y la estabilidad, gobiernos y parlamentos internacionales, medios y expertos, el informe ha caído en el olvido. No parece que a estas alturas, tras seis meses, vaya a haber reacciones que impliquen ni tan siquiera una reprimenda a Ruanda, por las probadas acusaciones de agresión internacional.
Se sigue insistiendo en enviar una fuerza policial a Burundi para “proteger a la población”, ciertamente algo necesario, pero sin hacer referencia al principal factor desestabilizador, el país vecino que recluta, entrena, arma, paga y comanda a los llamados rebeldes, que en nuestros propios países serían denominados terroristas y tratados como tales.
Solo con la ayuda de Rusia y China, que hicieron uso de su derecho a veto en el Consejo de Seguridad para evitar que se mandase una fuerza de intervención desde la ONU o la UA, Burundi pudo mantenerse alejada de lo que seguro aumentará la inseguridad de su pueblo, más militarización, sin reconocer el objetivo a combatir. Algo demasiado común en la región.
Europa, la ONU, Estados Unidos, Francia, Bélgica, Reino Unido… todos están empeñados en que en Burundi hay una crisis que necesita invertir el dinero de nuestros impuestos en enviar una fuerza que obligue a un gobierno soberano a incluír en sus instituciones (ejército, gobierno, administración, etc) a grupos armados que están cometiendo ataques terroristas con total impunidad y amparo de la comunidad internacional.
Esto mismo ha sido lo que han obligado tantas otras veces a hacer a la República Democrática del Congo, ahora, hasta su presidente Kabila habla mejor kiñaruanda [idioma de Ruanda] que lingala [el idioma más hablado en Congo]…
El 10 de junio de 2016 comenzaron las conversaciones de paz en Bruselas. Es algo impuesto desde Europa, desde la Unión Africana solo asienten a lo que mande Europa, pero no tienen visos de llegar a ninguna solución que beneficie al pueblo burundés. ¿Cómo podrían beneficiar a los burundeses? Estas conversaciones giran en torno a una historia falsa impuesta desde fuera y apoyada por una oposición que solamente piensa “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Pero no piensa en el bien del país, solo en llegar al poder y -hagan sus apuestas- rescindir el contrato de venta de oro que Nkurunziza firmó con China el año pasado, y los burundeses lo saben.
MIÉRCOLES 6 DE JULIO DE 2016 – COMCOSUR
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4) Venezuela antes y después de Chávez
Pablo Stancanelli (Le Monde Diplomatique)
La irrupción de Chávez en la política venezolana marcó un quiebre en la historia del país. Pero la crisis que azota a la nación caribeña muestra continuidades con el régimen anterior y amenaza su legado.
“Yo fui pobre desde siempre. Y cuando te digo siempre, es siempre; un siempre donde están mis papás, y los papás de mis papás y los papás de los papás de mis papás y así hasta el infinito, todos pobres, jodidísimos. Creíamos que la pobreza era para siempre, que era algo que estaba en nuestra naturaleza, pues. […] Nosotros sentíamos que no éramos nadie, que no teníamos valor, que no importábamos. Y eso fue lo que cambió Chávez. Eso fue lo que nos dio. […] Chávez me enseñó a ser yo y a no tener vergüenza.”
Estas palabras, pronunciadas por un personaje de la novela Patria o muerte (1), del escritor Alberto Barrera Tyszka (pág. 77), pertenecen al mundo de la ficción, pero podrían haber brotado de la boca de cualquiera de los millones de venezolanos que a lo largo de las últimas dos décadas abrazaron la Revolución Bolivariana liderada por el “comandante presidente” Hugo Rafael Chávez Frías. Su sentido, probablemente el mayor logro de ese proceso, eleva a Chávez al panteón de héroes populares latinoamericanos.
Pues si de algo no existen dudas es que, con sus aciertos, errores y contradicciones, Chávez fue y será una figura ineludible de la historia regional de fines del siglo XX y principios del siglo XXI. Fuerza motriz del giro político suramericano a fines de los noventa, embistió contra el dogma neoliberal imperante y sacó de su letargo vergonzante a las izquierdas afectadas por el derrumbe soviético, devolviendo a muchos, incluidos aquellos que recelaban de su pasado militar y golpista, el entusiasmo y la esperanza.
Chávez se lanzó a la carrera presidencial al salir de prisión en 1994, sobreseído por el presidente Rafael Caldera, dos años después de saltar a la vida pública nacional, el 4 de febrero de 1992, cuando tras liderar un golpe fallido contra el entonces presidente socialdemócrata Carlos Andrés Pérez, pidió por televisión a sus compañeros rendirse, al tiempo que afirmaba que sus objetivos no habían sido alcanzados… “por ahora”.
Éstos consistían básicamente en poner fin a la IV República, emanada del Pacto de Punto Fijo, celebrado tras la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez en 1958 por los grandes animadores de la vida política venezolana de la segunda mitad del siglo XX: Acción Democrática (AD) y COPEI. Dos partidos que mantuvieron a la nación caribeña en una situación de excepcionalidad democrática para la región, alternándose en el poder, repartiendo cargos y prebendas, sacando provecho del fabuloso maná petrolero nacionalizado en 1975. Miembro fundador de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, Venezuela creó gracias al oro negro un espejismo de progreso que mantuvo en su cauce al flujo de ciudadanos pobres que se agolpaban en miserables ranchos alrededor de las grandes urbes con la esperanza de disfrutar algo de ese presente griego de la naturaleza que ató al país a su papel de exportador primario e importador suntuoso.
La “siembra del petróleo” pregonada por el intelectual Arturo Uslar Pietri en 1936 se reveló infructuosa. Sus beneficios, dilapidados, no sirvieron a construir una industria competitiva. Y cuando, a partir de la década de 1980, la economía ingresó en una espiral de endeudamiento, fuga de divisas, inflación y aumento de la pobreza, Venezuela emprendió la vía neoliberal que llevó a la violenta revuelta popular del 27 de febrero de 1989. Conocida como “El Caracazo”, sorprendió al país a menos de un mes de que Carlos Andrés Pérez iniciara su segundo mandato anunciando un fenomenal plan de ajuste. Ante el aumento de la nafta –servicio básico nacional– y el transporte, estalló la furia. La brutal represión dejó miles de muertos, y marcó el principio del fin del bipartidismo pactado. La corrupción, la desigualdad y la creciente inseguridad se hicieron insostenibles frente a la crisis económica.
Polarización
En ese marco, Chávez se convirtió en el outsider que fustigaba al sistema con sus críticas a la corrupción, la globalización y la influencia de Washington. Su origen humilde, su piel mestiza, su rigor militar, su energía y labia inagotables acrecentaron su popularidad. Ganó las elecciones en 1998 con más del 56% de los votos y terminó de enterrar al bipartidismo al jurar sobre la “Constitución moribunda” y convocar a reconstruir la República bajo el signo de Simón Bolívar.
Forjó una nueva Carta Magna, que amplió los derechos ciudadanos, con mecanismos de democracia directa y participativa. Fue elegido nuevamente, y a partir de entonces, amado y odiado por igual –sin matices–, se convirtió en el sol alrededor del cual giró la vida política, económica y social venezolana. Su luz irradió a los humildes, que fueron incluidos en el debate político y se beneficiaron del auge de los precios del petróleo y la recuperación de PDVSA, un “Estado dentro del Estado”, que volcó inmensas sumas de dinero a “misiones” populares, mejorando notablemente los índices sociales. Su sombra se abatió sobre la antigua burguesía tradicional venezolana, los medios de comunicación concentrados y sobre todos aquellos que se le opusieron, convertidos en “escuálidos”. Éstos vieron enseguida en él a un enemigo e intentaron derrocarlo por todos los medios: golpe de Estado, sabotaje petrolero y un referéndum revocatorio –uno de los instrumentos novedosos de la Constitución–, del que salieron derrotados y desconcertados.
La sociedad se polarizó y Chávez se movió a sus anchas en ese juego. Ganó elección tras elección y, radicalizado, gobernó a voluntad, sin contrapesos, con completo control de la Asamblea Nacional y la Justicia. Llevó a Venezuela por el camino de un inasible “socialismo del siglo XXI”, mezcla de nacionalismo antiimperialista, cristianismo y capitalismo de Estado. Profundizó la participación a través de nuevos poderes comunales, pero su gobierno devino cada vez más verticalista. Creó milicias populares en defensa de la Revolución, militarizando a la sociedad y volcando más armas en un país con niveles alarmantes de violencia. Lanzó innumerables proyectos faraónicos que nunca se concretaron. Y a medida que incrementó los controles del Estado sobre la economía, crecieron también la especulación, la ineficiencia, el contrabando, la criminalidad, la corrupción y una nueva élite satélite, que aprovechó para sacar su tajada de la renta petrolera.
Por sobre todas las cosas, incrementó la dependencia del petróleo. Así, cuando los precios del crudo bajaron bruscamente, en coincidencia con una larga enfermedad que llevó a Chávez a la muerte, la magia se desvaneció. Y los graves problemas que aquejaban a Venezuela antes de su Revolución volvieron a la superficie.
Su sucesor, Nicolás Maduro, heredó un país en recesión, con una inflación desbocada y una grave penuria de alimentos y productos básicos, que amenazan con revertir por completo los logros sociales del proceso. Sufrió a su vez una dura derrota electoral en las legislativas del 6 de diciembre de 2015, cuando la heterogénea coalición opositora reunida en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) alcanzó una amplia mayoría en la Asamblea Nacional, provocando un conflicto de poderes con el Ejecutivo y el Poder Judicial.
Envalentonada por el nuevo giro a la derecha regional, la MUD busca ahora aislar al régimen y sacar a Maduro del poder a través de otro referéndum revocatorio. Pero a pesar de sus divisiones internas, el chavismo mantiene su capacidad de movilización a través de una base social y electoral importante, reflejada en el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). El futuro se anuncia cargado de tensiones.
MIÉRCOLES 6 DE JULIO DE 2016 – COMCOSUR
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5) Violencia sin justicia en México: la guerra y sus consecuencias
Gema Santamaría (DemocraciaAbierta)
Independientemente de su relación con el narcotráfico, la guerra desencadenada en México es una guerra civil contra y entre ciudadanos, de consecuencias demoledoras para la población y el Estado. English
Un soldado sostiene su arma mientras patrulla una calle de Morelia, en el estado de Michoacán, México. Foto AP /Carlos Jasso. Todos los derechos reservados.
La llamada guerra contra las drogas en México no ha terminado. Aunque ya no forma parte del discurso oficial del gobierno, la lógica bélica sigue impregnando las estrategias militarizadas del Estado contra las organizaciones criminales. Y lo que es más importante: la guerra sigue incidiendo en las personas, las familias y comunidades que padecen sus consecuencias bajo la forma de extorsiones, secuestros, desapariciones, tortura y desplazamientos forzosos. Son más que “efectos colaterales”: esta variedad de formas de violencia y sus víctimas centran la actual Guerra de México.
En la medida en que impacta de manera fundamental en la vida y el bienestar de miles de ciudadanos, esta guerra no puede ya entenderse- si es que alguna vez pudo entenderse así – como una guerra que libra el Estado contra organizaciones criminales. El número de masacres cometidas por dichas organizaciones criminales, con la complicidad o negligencia de los agentes estatales, contra civiles desarmados – incluyendo inmigrantes – desvela una realidad cuyas raíces y ramificaciones estamos tan sólo empezando a entender. El alcance geográfico de la violencia y sus niveles de brutalidad confirman que México está efectivamente padeciendo una guerra, aunque de un tipo diferente. Eruditos como Andreas Schedler han sugerido el término «guerra civil económica»; otros han propuesto «narcoviolencia» o «guerra no convencional». Una guerra civil, diría yo, contra y entre ciudadanos, independientemente de su relación con el «negocio de la droga.»
Al principio de su mandato, el presidente Enrique Peña Nieto se comprometió a distanciarse de la estrategia de seguridad del gobierno anterior. Basada en operaciones militares, encarcelamientos masivos y la neutralización de los principales líderes de las organizaciones de narcotráfico, esta estrategia se ya se percibía entonces como limitada en su alcance y perjudicial en sus consecuencias. No sólo no logró disminuir los niveles de violencia, sino que produjo unas organizaciones criminales más fragmentadas, dispersas y depredadoras. A pesar de ello, Peña Nieto abandonó rápidamente su primer impulso de revisar y transformar las políticas de seguridad del país. La posibilidad de adoptar un enfoque más integral y centrado en las personas fue sustituido por una serie de iniciativas dispares encaminadas a dar respuestas inmediatas ante lo que son claramente desafíos institucionales y estructurales profundamente arraigados.
La dislocada estrategia de seguridad de México ha reproducido, por tanto, los errores del pasado, pero ha dado lugar también a nuevos y más profundos signos de erosión democrática. Concretamente, la sociedad civil y organizaciones internacionales han documentado violaciones de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad que se han producido ante la negligencia y con la colusión criminal de agentes estatales en los distintos niveles de gobierno. El Grupo de Expertas y Expertos Independientes (GIEI), la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y, más recientemente, la Open Society Justice Initiative, han documentado sistemáticamente casos de tortura, de abuso y violencia cuya presencia es sistémica y generalizada, y no aislada.
Estas y muchas otras organizaciones que trabajan en estrecha colaboración con las víctimas y sus familias se han dirigido al gobierno en busca de respuestas. La réplica de las autoridades mexicanas ha sido entre cautelosa y defensiva, inclinándose más hacia esta última opción en los últimos meses. Este cambio de posición queda reflejado en la respuesta inicial del gobierno, abierta e incluso de bienvenida, hacia el GIEI y su posterior actitud defensiva y desdeñosa. Huelga decir que este tipo de respuesta incoherente es contradictoria con el nivel de madurez democrática alcanzado por la sociedad mexicana. Daña además la posición de México como actor global que en los últimos veinte años ha hecho suya y promovido a nivel internacional una agenda de derechos humanos. Más aún, las reacciones del ejecutivo han laminado el proceso para esclarecer la verdad y establecer justicia, en perjuicio de miles de ciudadanos y de la propia legitimidad del gobierno.
Sin lugar a dudas, el gobierno mexicano se enfrenta a una tarea difícil. Aceptar las conclusiones de los actores de la sociedad civil y las organizaciones internacionales equivaldría a reconocer que los actuales niveles de violencia y abuso en el país reflejan algo más que unos pocos casos aislados. En otras palabras, llevaría al gobierno a abandonar su narrativa de «algunas manzanas podridas» y reconocer el abandono sistemático, por parte del Estado, que se da tanto a nivel local, como también estatal y federal. Sería asimismo forzarle a reconocer que hay espacios que han caído bajo el control de las organizaciones criminales, con el conocimiento y la complicidad de los actores estatales – alcaldes, gobernadores, policía y personal militar.
El temor a que México sea tachado de «estado fallido» es muy fuerte entre las élites políticas del país, al igual que a perder soberanía ante actores y organizaciones internacionales que podrían decidir intervenir en asuntos considerados de «interés nacional». Sin duda, la etiqueta de «estado fallido» ha demostrado ser una herramienta inadecuada y a menudo utilizada con motivaciones políticas que contribuye muy poco a reconstruir las capacidades institucionales y estructurales de los países. Pero la demanda de transparencia, rendición de cuentas y respuestas adecuadas por parte de la comunidad internacional no puede ignorarse.
La noción de soberanía como protección de los intereses nacionales y estatales, paradigmática del Estado posrevolucionario de México, ya no se sostiene. Un país es soberano en la medida en que puede cumplir con su mandato de proteger a los ciudadanos de cualquier daño y proporcionarles medios eficaces para que se haga justicia. No sirve el orgullo nacionalista; la responsabilidad de México de proteger a los mexicanos es indiscutible e inquebrantable.
Las autoridades mexicanas harían bien en hacer frente a los retos y recomendaciones que les han hecho organizaciones internacionales, la sociedad civil y periodistas de investigación, así como las víctimas y sus familias. Sería un signo de fortaleza y madurez democrática que podría abrir un proceso de reconstrucción de los sistemas de seguridad y justicia en México. En lugar de rechazar o hacer caso omiso a las peticiones de justicia de diferentes actores nacionales e internacionales, el gobierno mexicano debería aprovechar estos diagnósticos y pedirle a la comunidad internacional recomendaciones específicas y viables que se puedan poner en práctica en cuestión de meses. Ya se han hecho algunas recomendaciones prometedoras, entre ellas la creación de un órgano de investigación independiente similar a la Comisión Internacional contra la Impunidad de Guatemala. Tomar estas recomendaciones en serio implica, una vez más, superar actitudes defensivas y nacionalistas. Implica mirar a Guatemala y a los países del triángulo norte como estados que ofrecen evidencias importantes de éxitos y fracasos.
Las raíces de los niveles actuales de violencia en México se hallan tanto en el pasado como en el presente. Tienen que ver con una aplicación parcial y politizada de la ley, que permitía a las élites políticas ejercer control sobre las comunidades y territorios utilizando medios extra-legales. Tienen que ver también con la reciente escalada de la violencia relacionada con las drogas y con una estrategia de seguridad fracasada que ha corroído las instituciones del Estado y las comunidades locales. La guerra no desaparecerá por sí sola. A menos que se tomen medidas serias y sistemáticas para revertir el daño causado por unas estrategias reactivas y militarizadas, las consecuencias de esta guerra se seguirán sintiendo de manera profunda y extensa.
MIÉRCOLES 6 DE JULIO DE 2016 – COMCOSUR
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“Las ideas dominantes de la clase dominante son en cada época las ideas dominantes, es decir, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad resulta ser al mismo tiempo la fuerza espiritual dominante, la clase que controla los medios de producción intelectual, de tal manera que en general las ideas de los que no disponen de medios de producción intelectual son sometidos a las ideas de la clase dominante”. — Carlos Marx
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