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EL FIN DE LA TELEVISIÓN DE MASAS

1) Argelia agrega contexto al ataque contra «Charlie Hebdo»
2) El terror en París: raíces profundas y lejanas
3) Lo más peligroso es la islamofobia
4) El fin de la televisión de masas

POR LA VOZ DE MUMIA ABU JAMAL / AÑO 15 / Nº 705 / Lunes 12 de Enero de 2015 / REVISTA SEMANAL DE INFORMACIÓN Y ANÁLISIS / Producción: Andrés Capelán – Coordinación: Carlos Casares / COMCOSUR — COMUNICACIÓN PARTICIPATIVA DESDE EL CONO SUR /
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“Vivimos en la mentira del silencio. Las peores mentiras son las que niegan la existencia de lo que no se quiere que se conozca. Eso lo hacen quienes tienen el monopolio de la palabra. Y el combatir ese monopolio es central.” — Emir Sader
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1) Argelia agrega contexto al ataque contra «Charlie Hebdo»
Faltó incluir este ángulo histórico en las notas de prensa internacionales
Robert Fisk (The Independent)*

Mucho antes de que la identidad de los sospechosos de la matanza fuera revelada por la policía francesa –incluso antes de escuchar los nombres de Chérif y Said Kouachi–, murmuré la palabra Argelia para mis adentros. Tan pronto como oí los nombres y vi los rostros, volví a decir Argelia. Y luego la policía francesa dijo que los dos hombres eran de origen argelino.

Argelia sigue siendo la herida más dolorosa en el cuerpo político de la república –salvo tal vez por su continuo autoexamen de la ocupación nazi– y aporta un temible contexto a cada acto de violencia árabe contra Francia. La guerra de independencia argelina, que duró seis años y costó la muerte a un millón y medio de musulmanes árabes y a muchos miles de hombres y mujeres franceses, sigue siendo una agonía interminable y no resuelta para ambos pueblos. Hace apenas poco más de medio siglo, estuvo a punto de desatar una guerra civil en Francia.

Tal vez todos los reportes de periódico y televisión deberían llevar un ángulo histórico, un pequeño recordatorio de que nada –nada en absoluto– ocurre sin un pasado. Las masacres, los baños de sangre, la furia, el dolor, las cacerías policiacas (que se extienden o se estrechan al gusto de los editores) se llevan los titulares. Siempre el quién y el cómo, pero rara vez el por qué.

Tomemos por caso el crimen de lesa humanidad en París esta semana –las palabras atrocidad y barbarie disminuyen de algún modo el salvajismo del acto– y su secuela inmediata. Conocemos a las víctimas: periodistas, cartonistas, policías, y la forma en que fueron asesinados. Hombres enmascarados, rifles automáticos Kalashnikov, una indiferencia despiadada, casi profesional. Y la respuesta a por qué fue solícitamente proporcionada por los propios asesinos. Querían vengar al profeta por los irreverentes y (para los musulmanes) sumamente ofensivos cartones de Charlie Hebdo.

El pleito fundamental

Y, por supuesto, todos debemos repetir la rúbrica: nada, nada en absoluto, puede justificar esos crueles actos de asesinato en masa. Y no, los perpetradores no pueden recurrir a la historia para justificar sus crímenes.

Pero existe un contexto importante que de algún modo fue dejado fuera de la nota esta semana, el ángulo histórico que muchos franceses, al igual que muchos argelinos, prefieren pasar por alto: la sangrienta lucha de un pueblo entero por la libertad contra un brutal régimen imperial en 1954-62, una guerra prolongada que sigue siendo el pleito fundamental entre árabes y franceses hasta nuestros días.

La crisis permanente y desesperada en las relaciones franco-argelinas, a semejanza de la negativa de una pareja divorciada a aceptar un relato de su pena acordado por ambas partes, envenena la cohabitación de estos dos pueblos en Francia. Al margen de la forma en que Chérif y Said Kouachi buscaran excusar su acto, nacieron en un tiempo en que Argelia había sufrido una mutilación invisible tras 132 años de ocupación. Tal vez 5 millones de los 6.5 millones de musulmanes de Francia son argelinos. La mayoría son pobres; muchos se consideran ciudadanos de segunda clase en la tierra de la igualdad.

Como todas las tragedias, la de Argelia elude la explicación de un solo párrafo de los despachos de las agencias de noticias, incluso las notas más cortas escritas por ambos bandos luego que los franceses abandonaron Argelia, en 1962.

Porque, a diferencia de otras importantes dependencias o colonias francesas, Argelia se consideraba parte integrante de la Francia metropolitana, que enviaba representantes al parlamento en París e incluso proporcionó a Charles de Gaulle y los aliados una capital francesa desde la cual invadir el norte de África y Sicilia, ocupados por los nazis. Más de 100 años antes, Francia había invadido Argelia, subyugando a su población musulmana nativa, construyendo ciudades y chateaux en la campiña e incluso –en un renacimiento católico de principios del siglo XIX, destinado supuestamente a recristianizar el norte de África– convirtiendo mezquitas en iglesias.

La respuesta argelina a lo que hoy parece un monstruoso anacronismo histórico varió en el curso de las décadas entre la lasitud, la colaboración y la insurrección. Una manifestación por la independencia en la población nacionalista y de mayoría musulmana de Sétif, el Día de la Victoria –cuando los aliados habían liberado las naciones europeas cautivas–, desembocó en la muerte de 103 civiles europeos.

La venganza del gobierno francés fue despiadada: hasta 700 civiles musulmanes –tal vez muchos más– fueron muertos por enfurecidos colonos franceses y en un bombardeo de las aldeas circundantes por la aviación y un crucero naval de Francia. El mundo prestó poca atención.

Pero cuando una insurrección en gran escala surgió en 1954 –al principio, claro, emboscadas con poca pérdida de vidas francesas y luego ataques al ejército galo–, la sombría guerra de liberación argelina fue casi predeterminada.

Vencido en esa clásica batalla de posguerra y anticolonial en Dien Bien Phu, el ejército francés, luego de su debacle en 1940, parecía vulnerable a los más románticos nacionalistas argelinos, que notaron la nueva humillación de Francia en Suez en 1956.

Lo que el historiador Alistair Horne describió con justeza en su magnífica historia de la lucha argelina como una salvaje guerra de paz, costó la vida a cientos de miles. Bombas, minas, masacres por fuerzas gubernamentales y guerrilleros del Frente de Liberación Nacional (FLN) en el bled –la campiña al sur del Mediterráneo– condujeron a la brutal supresión de sectores musulmanes en Argel, y al asesinato, tortura y ejecución de líderes guerrilleros por paracaidistas franceses, soldados, operativos de la Legión Extranjera –entre ellos ex nazis alemanes– y policías paramilitares. Incluso franceses blancos simpatizantes de los argelinos fueron desaparecidos. Albert Camus se pronunció contra la tortura y empleados civiles franceses quedaron asqueados por la brutalidad empleada para mantener a Argelia como territorio galo.

De Gaulle parecía apoyar a la población blanca y así lo dijo en Argel:

– Je vous ai compris, les aseguró–, y luego procedió a negociar con representantes del FLN en Francia. Los argelinos habían aportado la mayoría de los pobladores musulmanes franceses y en octubre de 1961 hasta 30 mil de ellos llevaron a cabo una marcha prohibida por la independencia en París –de hecho, a escaso kilómetro y medio del escenario de la reciente matanza–, la cual fue atacada por unidades de la policía francesa que asesinaron, como ahora se ha reconocido, hasta a 600 manifestantes.

Argelinos fueron muertos a golpes en cuarteles de la policía o arrojados al Sena. El jefe de la policía que supervisó las operaciones de seguridad y que al parecer dirigió la masacre de 1961 no fue otro que Maurice Papon, quien, casi 40 años después, fue condenado por crímenes de lesa humanidad cometidos durante el régimen de Petain en Vichy durante la ocupación nazi.

El conflicto argelino terminó en un baño de sangre. Colonos franceses pied noir se negaron a aceptar la retirada, apoyaron los ataques de la Organización del Ejército Secreto (OAS, por sus siglas en francés) a musulmanes argelinos y alentaron a unidades militares francesas a amotinarse. Hubo un momento en que De Gaulle temió que paracaidistas franceses intentaran tomar París.

Cuando el fin llegó, pese a las promesas del FLN de proteger a ciudadanos franceses que eligieran permanecer en Argelia, hubo asesinatos en masa en Orán. Hasta un millón y medio de hombres, mujeres y niños franceses –enfrentados con la opción de maleta o ataúd– se marcharon a Francia, junto con miles de leales combatientes harki argelinos que lucharon con el ejército, pero que en su mayoría fueron después abandonados a su terrible destino por De Gaulle. Algunos fueron obligados a tragarse sus medallas francesas y arrojados a fosas comunes.

Pero los antiguos colonos franceses, que aún consideraban a Argelia parte del territorio galo –junto con una exhausta dictadura del FLN que se adueñó de la nación independiente– instituyeron una fría paz en la que la rabia residual de los argelinos, en Francia al igual que en su patria, se asentó en un resentimiento de muchos años. En Argelia, la nueva élite nacionalista se embarcó en una inviable industrialización de estilo soviético de su país. Ex ciudadanos franceses demandaron cuantiosas reparaciones; de hecho, durante décadas los franceses retuvieron todos los mapas del desagüe de las ciudades argelinas, de modo que los nuevos dueños del país tenían que escarbar kilómetros cuadrados de calles cada vez que reventaba una tubería.

Y cuando comenzó la guerra civil argelina de la década de 1980 –luego de que el ejército argelino canceló una segunda ronda de elecciones en la que era segura la victoria de los islamitas–, el corrupto pouvoir del FLN y los rebeldes musulmanes se enredaron en un conflicto tan espantoso como la guerra con Francia de las décadas de 1950 y 1960. Las torturas, desapariciones y matanzas en aldeas se reanudaron. Francia apoyó discretamente a una dictadura cuyos líderes militares acumularon millones de dólares en bancos suizos.

Una nueva causa

Musulmanes argelinos que volvían de la guerra contra los soviéticos en Afganistán se unieron a los islamitas en las montañas y dieron muerte a algunos de los pocos ciudadanos franceses que quedaban en el país. Y muchos partieron después a combatir en guerras islamitas, en Irak y más tarde en Siria.

Entran en escena los hermanos Kouachi, en especial Chérif, quien estuvo en prisión por reclutar franceses para combatir a los estadunidenses en Irak. Y Estados Unidos, con apoyo francés, ahora respalda al régimen del FLN en su continua batalla contra los islamitas en los desiertos y los bosques de las montañas de Argelia, armando a un ejército que torturó y asesinó a miles de hombres en la década de 1990.

Como dijo un diplomático estadunidense poco antes de la invasión de 2003 a Irak, Estados Unidos tiene mucho que aprender de las autoridades argelinas. Se puede ver por qué algunos argelinos fueron a pelear por la resistencia iraquí. Y encontraron una nueva causa…

* Traducción para La Jornada: Jorge Anaya

LUNES 12 DE ENERO DE 2015 – COMCOSUR
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2) El terror en París: raíces profundas y lejanas
Atilio A. Boron (Rebelión)

El atentado terrorista perpetrado en las oficinas de Charlie Hebdo debe ser condenado sin atenuantes. Es un acto brutal, criminal, que no tiene justificación alguna. Es la expresión contemporánea de un fanatismo religioso que -desde tiempos inmemoriales y en casi todas las religiones conocidas- ha plagado a la humanidad con muertes y sufrimientos indecibles. La barbarie perpetrada en París concitó el repudio universal. Pero parafraseando a un enorme intelectual judío del siglo XVII, Baruch Spinoza, ante tragedias como esta no basta con llorar, es preciso comprender. ¿Cómo dar cuenta de lo sucedido?
La respuesta no puede ser simple porque son múltiples los factores que se amalgamaron para producir tan infame masacre. Descartemos de antemano la hipótesis de que fue la obra de un comando de fanáticos que, en un inexplicable rapto de locura religiosa, decidió aplicar un escarmiento ejemplar a un semanario que se permitía criticar ciertas manifestaciones del Islam y también de otras confesiones religiosas. Que son fanáticos no cabe ninguna duda. Creyentes ultraortodoxos abundan en muchas partes, sobre todo en Estados Unidos e Israel.

Pero, ¿cómo llegaron los de París al extremo de cometer un acto tan execrable y cobarde como el que estamos comentando? Se impone distinguir los elementos que actuaron como precipitantes o desencadenantes –por ejemplo, las caricaturas publicadas por el Charlie Hebdo, blasfemas para la fe del Islam- de las causas estructurales o de larga duración que se encuentran en la base de una conducta tan aberrante. En otras palabras, es preciso ir más allá del acontecimiento, por doloroso que sea, y bucear en sus determinantes más profundos.

A partir de esta premisa metodológica hay un factor que merece especial consideración. Nuestra hipótesis es que lo sucedido es un lúgubre síntoma de lo que ha sido la política de Estados Unidos y sus aliados en Medio Oriente desde fines de la Segunda Guerra Mundial. Es el resultado paradojal –pero previsible, para quienes están atentos al movimiento dialéctico de la historia- del apoyo que la Casa Blanca le brindó al radicalismo islámico desde el momento en que, producida la invasión soviética a Afganistán en Diciembre de 1979, la CIA determinó que la mejor manera de repelerla era combinar la guerra de guerrillas librada por los mujaidines con la estigmatización de la Unión Soviética por su ateísmo, convirtiéndola así en una sacrílega excrecencia que debía ser eliminada de la faz de la tierra.

En términos concretos esto se tradujo en un apoyo militar, político y económico a los supuestos “combatientes por la libertad” y en la exaltación del fundamentalismo islamista del talibán que, entre otras cosas, veía la incorporación de las niñas a las escuelas afganas dispuesta por el gobierno prosoviético de Kabul como una intolerable apostasía. Al Qaeda y Osama bin Laden son hijos de esta política. En esos aciagos años de Reagan, Thatcher y Juan Pablo II, la CIA era dirigida por William Casey, un católico ultramontano, caballero de la Orden de Malta cuyo celo religioso y su visceral anticomunismo le hicieron creer que, aparte de las armas, el fomento de la religiosidad popular en Afganistán sería lo que acabaría con el sacrílego “imperio del mal” que desde Moscú extendía sus tentáculos sobre el Asia Central. Y la política seguida por Washington fue esa: potenciar el fervor islamista, sin medir sus predecibles consecuencias a mediano plazo.

Horrorizado por la monstruosidad del genio que se le escapó de la botella y produjo los confusos atentados del 11 de Septiembre (confusos porque las dudas acerca de la autoría del hecho son muchas más que las certidumbres) Washington proclamó una nueva doctrina de seguridad nacional: la “guerra infinita” o la “guerra contra el terrorismo”, que convirtió a las tres cuartas partes de la humanidad en una tenebrosa conspiración de terroristas (o cómplices de ellos) enloquecidos por su afán de destruir a Estados Unidos y el “modo americano de vida” y estimuló el surgimiento de una corriente mundial de la “islamofobia”. Tan vaga y laxa ha sido la definición oficial del terrorismo que en la práctica este y el Islam pasaron a ser sinónimos, y el sayo le cabe a quienquiera que sea un crítico del imperialismo norteamericano.

Para calmar a la opinión pública, aterrorizada ante los atentados, los asesores de la Casa Blanca recurrieron al viejo método de buscar un chivo expiatorio, alguien a quien culpar, como a Lee Oswald, el inverosímil asesino de John F. Kennedy. George W. Bush lo encontró en la figura de un antiguo aliado, Saddam Hussein, que había sido encumbrado a la jefatura del estado en Irak para guerrear contra Irán luego del triunfo de la Revolución Islámica en 1979, privando a la Casa Blanca de uno de sus más valiosos peones regionales. Hussein, como Gadaffi años después, pensó que habiendo prestado sus servicios al imperio tendría las manos libres para actuar a voluntad en su entorno geográfico inmediato.

Se equivocó al creer que Washington lo recompensaría tolerando la anexión de Kuwait a Irak, ignorando que tal cosa era inaceptable en función de los proyectos estadounidenses en la región. El castigo fue brutal: la primera Guerra del Golfo (Agosto 1990-Febrero 1991), un bloqueo de más de diez años que aniquiló a más de un millón de personas (la mayoría niños) y un país destrozado. Contando con la complicidad de la dirigencia política y la prensa “libre, objetiva e independiente” dentro y fuera de Estados Unidos la Casa Blanca montó una patraña ridícula e increíble por la cual se acusaba a Hussein de poseer armas de destrucción masiva y de haber forjado una alianza con su archienemigo, Osama bin Laden, para atacar a los Estados Unidos. Ni tenía esas armas, cosa que era archisabida; ni podía aliarse con un fanático sunita como el jefe de Al Qaeda, siendo él un ecléctico en cuestiones religiosas y jefe de un estado laico.

Impertérrito ante estas realidades, en Marzo del 2003 George W. Bush dio inicio a la campaña militar para escarmentar a Hussein: invade el país, destruye sus fabulosos tesoros culturales y lo poco que quedaba en pie luego de años de bloqueo, depone a sus autoridades, monta un simulacro de juicio donde a Hussein lo sentencian a la pena capital y muere en la horca. Pero la ocupación norteamericana, que dura ocho años, no logra estabilizar económica y políticamente al país, acosada por la tenaz resistencia de los patriotas iraquíes. Cuando las tropas de Estados Unidos se retiran se comprueba su humillante derrota: el gobierno queda en manos de los chiítas, aliados del enemigo público número uno de Washington en la región, Irán, e irreconciliablemente enfrentados con la otra principal rama del Islam, los sunitas.

A los efectos de disimular el fracaso de la guerra y debilitar a una Bagdad si no enemiga por lo menos inamistosa -y, de paso, controlar el avispero iraquí- la Casa Blanca no tuvo mejor idea que replicar la política seguida en Afganistán en los años ochentas: fomentar el fundamentalismo sunita y atizar la hoguera de los clivajes religiosos y las guerras sectarias dentro del turbulento mundo del Islam. Para ello contó con la activa colaboración de las reaccionarias monarquías del Golfo, y muy especialmente de la troglodita teocracia de Arabia Saudita, enemiga mortal de los chiítas y, por lo tanto, de Irán, Siria y de los gobernantes chiítas de Irak.

Claro está que el objetivo global de la política estadounidense y, por extensión, de sus clientes europeos, no se limita tan sólo a Irak o Siria. Es de más largo aliento pues procura concretar el rediseño del mapa de Medio Oriente mediante la desmembración de los países artificialmente creados por las potencias triunfantes luego de las dos guerras mundiales. La balcanización de la región dejaría un archipiélago de sectas, milicias, tribus y clanes que, por su desunión y rivalidades mutuas no podrían ofrecer resistencia alguna al principal designio de “humanitario” Occidente: apoderarse de las riquezas petroleras de la región.

El caso de Libia luego de la destrucción del régimen de Gadaffi lo prueba con elocuencia y anticipó la fragmentación territorial en curso en Siria e Irak, para nombrar los casos más importantes. Ese es el verdadero, casi único, objetivo: desmembrar a los países y quedarse con el petróleo de Medio Oriente. ¿Promoción de la democracia, los derechos humanos, la libertad, la tolerancia? Esos son cuentos de niños, o para consumo de los espíritus neocolonizados y de la prensa títere del imperio para disimular lo inconfesable: el saqueo petrolero.

El resto es historia conocida: reclutados, armados y apoyados diplomática y financieramente por Estados Unidos y sus aliados, a poco andar los fundamentalistas sunitas exaltados como “combatientes por la libertad” y utilizados como fuerzas mercenarias para desestabilizar a Siria hicieron lo que en su tiempo Maquiavelo profetizó que harían todos los mercenarios: independizarse de sus mandantes, como antes lo hicieran Al Qaeda y bin Laden, y dar vida a un proyecto propio: el Estado Islámico.

Llevados a Siria para montar desde afuera una infame “guerra civil” urdida desde Washington para producir el anhelado “cambio de régimen” en ese país, los fanáticos terminaron ocupando parte del territorio sirio, se apropiaron de un sector de Irak, pusieron en funcionamiento los campos petroleros de esa zona y en connivencia con las multinacionales del sector y los bancos occidentales se dedican a vender el petróleo robado a precio vil y convertirse en la guerrilla más adinerada del planeta, con ingresos estimados de 2.000 millones de dólares anuales para financiar sus crímenes en cualquier país del mundo.

Para dar muestras de su fervor religioso las milicias jihadistas degüellan, decapitan y asesinan infieles a diestra y siniestra, no importa si musulmanes de otra secta, cristianos, judíos o agnósticos, árabes o no, todo en abierta profanación de los valores del Islam. Al haber avivado las llamas del sectarismo religioso era cuestión de tiempo que la violencia desatada por esa estúpida y criminal política de Occidente tocara las puertas de Europa o Estados Unidos. Ahora fue en París, pero ya antes Madrid y Londres habían cosechado de manos de los ardientes islamistas lo que sus propios gobernantes habían sembrado inescrupulosamente.

De lo anterior se desprende con claridad cuál es la génesis oculta de la tragedia del Charlie Hebdo. Quienes fogonearon el radicalismo sectario mal podrían ahora sorprenderse y mucho menos proclamar su falta de responsabilidad por lo ocurrido, como si el asesinato de los periodistas parisinos no tuviera relación alguna con sus políticas. Sus pupilos de antaño responden con las armas y los argumentos que les fueron inescrupulosamente cedidos desde los años de Reagan hasta hoy. Más tarde, los horrores perpetrados durante la ocupación norteamericana en Irak los endurecieron e inflamaron su celo religioso.

Otro tanto ocurrió con las diversas formas de “terrorismo de estado” que las democracias capitalistas practicaron, o condonaron, en el mundo árabe: las torturas, vejaciones y humillaciones cometidas en Abu Ghraib, Guantánamo y las cárceles secretas de la CIA; las matanzas consumadas en Libia y en Egipto; el indiscriminado asesinato que a diario cometen los drones estadounidenses en Pakistán y Afganistán, en donde sólo dos de cada cien víctimas alcanzadas por sus misiles son terroristas; el “ejemplarizador” linchamiento de Gadaffi (cuya noticia provocó la repugnante carcajada de Hillary Clinton); el interminable genocidio al que son periódicamente sometidos los palestinos por Israel, con la anuencia y la protección de Estados Unidos y los gobiernos europeos, crímenes, todos estos, de lesa humanidad que sin embargo no conmueven la supuesta conciencia democrática y humanista de Occidente.

Repetimos: nada, absolutamente nada, justifica el crimen cometido contra el semanario parisino. Pero como recomendaba Spinoza hay que comprender las causas que hicieron que los jihadistas decidieran pagarle a Occidente con su misma sangrienta moneda. Nos provoca náuseas tener que narrar tanta inmoralidad e hipocresía de parte de los portavoces de gobiernos supuestamente democráticos que no son otra cosa que sórdidas plutocracias. Hubo quienes, en Estados Unidos y Europa, condenaron lo ocurrido con los colegas de Charlie Hebdo por ser, además, un atentado a la libertad de expresión. Efectivamente, una masacre como esa lo es, y en grado sumo.

Pero carecen de autoridad moral quienes condenan lo ocurrido en París y nada dicen acerca de la absoluta falta de libertad de expresión en Arabia Saudita, en donde la prensa, la radio, la televisión, la Internet y cualquier medio de comunicación está sometido a una durísima censura. Hipocresía descarada también de quienes ahora se rasgan las vestiduras pero no hicieron absolutamente nada para detener el genocidio perpetrado por Israel hace pocos meses en Gaza. Claro, Israel es uno de los nuestros dirán entre sí y, además, dos mil palestinos, varios centenares de ellos niños, no valen lo mismo que la vida de doce franceses. La cara oculta de la hipocresía es el más desenfrenado racismo.

LUNES 12 DE ENERO DE 2015 – COMCOSUR
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3) Lo más peligroso es la islamofobia
Santiago Alba Rico (Rebelión)

El atentado fascista en París contra la redacción del semanario Charlie Hebdo, que ha arrebatado la vida a 12 personas, entre ellas a los cuatro dibujantes Charb, Cabú, Wolinsky y Tignous, deja una doble o triple sensación de horror, pues está agravada por una especie de eco amargo y sucio y por una sombra de amenaza inminente y general. Está sin duda el horror de la matanza misma por parte de unos asesinos que, con independencia de sus móviles ideológicos, se han situado a sí mismos al margen de toda ética común y por eso mismo fuera de todo marco religioso, en su sentido más estricto y preciso.

Pero está también el horror de que sus víctimas se dedicaran a escribir y a dibujar. No es que uno no pueda hacer daño escribiendo y dibujando -enseguida hablaremos de esto-; es que escribir y dibujar son tareas que una larga tradición histórica compartida sitúa en el extremo opuesto de la violencia; si se trata además de la sátira y el humor, nadie nos parece más protegido que el que nos hace reír. En términos humanos, siempre es más grave matar a un bufón que a un rey porque el bufón dice lo que todos queremos oír -aunque sea improcedente o incluso hiperbólico- mientras que los reyes sólo hablan de sí mismos y de su poder. El que mata a un bufón, al que hemos encomendado el decir libre y general, mata a la humanidad misma. También por eso los asesinos de París son fascistas. Sólo los fascistas matan bufones. Sólo los fascistas creen que hay objetos no hilarantes o no ridiculizables. Sólo los fascistas matan para imponer seriedad.

Pero hay un tercer elemento de horror que tiene que ver menos con el acto que con sus consecuencias. Ahora mismo -lo confieso- es el que más miedo me da. Y es urgente advertir de lo que nos jugamos. Lo urgente no es impedir un crimen que ya no podemos impedir; ni tampoco condenar asqueados a los asesinos. Eso es normal y decente, pero no urgente. Tampoco, claro, espumajear contra el islam. Al contrario. Lo verdaderamente urgente es alertar contra la islamofobia, precisamente para evitar lo que los asesinos quieren -y están ya consiguiendo- provocar: la identificación ontológica entre el islam y el fascismo criminal. La gran eficacia de la violencia extrema tiene que ver con el hecho de que borra el pasado, el cual no puede ser evocado sin justificar de alguna manera el crimen; tiene que ver con el hecho de que la violencia es actualidad pura, y la actualidad pura está siempre preñada del peor futuro imaginable. Los asesinos de París sabían muy bien en qué contexto estaban perpetrando su infamia y qué efectos iban a producir.

El problema del fascismo y de su violencia actualizadora es que se trata siempre de una respuesta. El fascismo está siempre respondiendo; todo fascismo se alimenta de su legitimación reactiva en un marco social e ideológico en el que todo es respuesta y todo es, por tanto, fascismo. El contexto europeo (pensemos en la Alemania anti-islámica de estos días) es la de un fascismo rampante.

En Francia concretamente este fascismo blanco y laico tiene algunos valedores intelectuales de mucho prestigio que, a la sombra del Frente Nacional de Le Pen, llevan calentando el ambiente desde púlpitos privilegiados a partir del presupuesto, enunciado con falso empirismo y autoridad mediática, de que el islam mismo es un peligro para Francia. Pensemos, por ejemplo, en la última novela del gran escritor Houellebecq, Sumisión (traducción literal del término árabe “islam”), en la que un partido islamista gana al Frente Nacional las elecciones de 2021 e impone la “charia” en la patria de Las Luces. O pensemos en el gran éxito de las obras del ultraderechista Renaud Camus y del periodista político del diario Le Figaro Eric Zemour.

El primero es autor de Le grand remplacement, donde se sostiene la tesis de que el pueblo francés está siendo “reemplazado” por otro, en este caso -obviamente- compuesto de musulmanes extraños a la historia de Francia. El segundo, por su parte, ha escrito El suicidio francés, un gran éxito de ventas que rehabilita al general Petain y describe la decadencia del Estado-Nación, amenazado por la traición de las élites y por la inmigración. Hace unos días en Le Monde el escritor Edwy Plenel se refería a estas obras como depositarias de una “ideología asesina” que “está preparando Francia y Europa para una guerra”: una guerra civil- dice- “de Francia y Europa contra ellas mismas, contra una parte de sus pueblos, contra esos hombres, esas mujeres, esos niños que viven y trabajan aquí y que, a través de las armas del prejuicio y la ignorancia, han sido previamente construidos como extranjeros en razón de su nacimiento, su apariencia o sus creencias”.

Este es el fascismo que estaba ya presente en Francia y que ahora “reacciona” -puro presente- frente a la “reacción” -pura actualidad asesina- de los islamistas fascistas de París. Da mucho miedo pensar que a las 7 de la tarde, mientras escribo estas líneas, el trending topic mundial en twitter, tras el tranquilizador y emocionante “yo soy Charlie”, es el terrorífico “matar a todos los musulmanes”. La islamofobia tiene tanto fundamento empírico -ni más ni menos- que el islamismo yihadista; los dos, en efecto, son fascismos reactivos que se activan recíprocamente, incapaces de hacer esas distinciones que caracterizan la ética, la civilización y el derecho: entre niños y adultos, entre civiles y militares, entre bufones y reyes, entre individuos y comunidades. “Matad a todos los infieles” es contestado y precedido por “matad a todos los musulmanes”.

Pero hay una diferencia. Mientras que se exige a todos los musulmanes del mundo que condenen la atrocidad de París y todos los dirigentes políticos y religiosos del mundo musulmán condenan sin excepción lo ocurrido, el “matad a todos los musulmanes” es justificado de algún modo por intelectuales y políticos que legitiman con su autoridad institucional y mediática la criminalización de cinco millones de franceses musulmanes (y de millones más en toda Europa).

Esa es la diferencia -lo sabemos históricamente- entre el totalitarismo y el delirio marginal: que el totalitarismo es delirio naturalizado, institucionalizado, compartido al mismo tiempo por la sociedad y por el poder. Si recordamos además que la mayor parte de las víctimas del fascismo yihadista en el mundo son también musulmanas -y no occidentales- deberíamos quizás medir mejor nuestro sentido de la responsabilidad y de la solidaridad. Pinzados entre dos fascismos reactivos, los perdedores son los de siempre: los inmigrantes, los izquierdistas, los bufones, las poblaciones de los países colonizados. Una de las víctimas de los islamistas, por cierto, era policía, se llamaba Ahmed Mrabet y era musulmán.

Del yihadismo fascista no espero sino fanatismo, violencia y muerte. Me repugna, pero me da menos miedo que la reacción que precede -valga la paradoja einsteiniana- a sus crímenes. El “matad a todos los musulmanes” está de algún modo justificado por los intelectuales que “preparan la guerra civil europea” y por los propios políticos que responden a los crímenes con discursos populistas religiosos laicos. Cuando Hollande y Sarkozy hablan de “un atentado a los valores sagrados de Francia” para referirse a la libertad de expresión, están razonando del mismo modo que los asesinos de los redactores del Charlie Hebdo. No acepto que un francés me diga que defender los valores de Francia implica necesariamente defender la libertad de expresión. Por muy laica que se pretenda, esa lógica es siempre religiosa. No hay que defender Francia; hay que defender la libertad de expresión.

Porque defender los valores de Francia es quizás defender la revolución francesa, pero también Termidor; es defender la Comuna, pero también los fusilamientos de Thiers; es defender a Zola, pero también al tribunal que condenó a Dreyfus; es defender a Simone Weil y René Char, pero también el colaboracionismo de Vichy; es defender a Sartre, pero también las torturas de la OAS y el genocidio colonial; es defender mayo del 68, pero también los bombardeos de Argel, Damasco, Indochina y más recientemente Libia y Mali. Es defender ahora, frente al fascismo islamista, la igualdad ante la ley, la democracia, la libertad de expresión, la tolerancia y la ética, pero también defender la destrucción de todo eso en nombre de los valores de Francia. Da mucho miedo oír hablar de “los valores de Francia”, “de la grandeza de Francia”, de ”la defensa de Francia”. O defendemos la libertad de expresión o defendemos los valores de Francia.

Defender la libertad de expresión -y la igualdad, la fraternidad y la libertad- es defender a la humanidad entera, viva donde viva y crea en el dios que crea. La frase de “los valores de Francia” pronunciada por Le Pen, Hollande, Sarkozy o Renaud Camus no se distingue en nada de la frase “los valores del islam” pronunciada por Abu Bakr Al-Baghdadi. Son en realidad el mismo discurso frente a frente, legitimado por su propia reacción asesina, que bombardea inocentes en un lado y ametralla inocentes en el otro. Pierden los de siempre, los que pierden cuando dos fascismos no dejan en medio ni el más pequeño resquicio para el derecho, la ética y la democracia: los de abajo, los de al lado, los pequeños, los sensatos. De eso sabemos mucho en Europa, cuyos grandes “valores” produjeron el colonialismo, el nazismo, el estalinismo, el sionismo y el bombardeo humanitario.

Mal empieza 2015. En 1953, “refugiado” en Francia, el gran escritor negro Richard Wright escribía contra el fascismo que “temía que las instituciones democráticas y abiertas no sean más que un intervalo sentimental que preceda al establecimiento de regímenes incluso más bárbaros, absolutistas y pospolíticos”. Protegernos del fascismo islamista es proteger nuestras instituciones abiertas y democráticas -o lo que queda de ellas- del fascismo europeo. La islamofobia fascista, en Europa y en las “colonias”, es la gran fábrica de islamistas fascistas y una y otro son incompatibles con el derecho y la democracia, los únicos principios -que no “valores”- que podrían aún salvarnos. Buena parte de nuestras élites políticas e intelectuales están más bien interesadas en todo lo contrario.

Descansen en paz nuestros alegres y valientes compañeros bufones del Charlie Hebdo. Y que nadie en su nombre levante la mano contra un musulmán ni contra el derecho y la ética comunes. Esa sí sería la verdadera victoria de los fascismos de los dos lados.

LUNES 12 DE ENERO DE 2015 – COMCOSUR
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4) El fin de la televisión de masas
Ignacio Ramonet (Le Monde Diplomatique)

La televisión sigue cambiando rápidamente. Esencialmente por las nuevas prácticas de acceso a los contenidos audiovisuales que observamos sobre todo entre las jóvenes generaciones. Todos los estudios realizados sobre las nuevas prácticas de uso de la televisión en Estados Unidos y en Europa indican un cambio acelerado. Los jóvenes televidentes pasan del consumo “lineal” de TV hacia un consumo en “diferido” y “a la carta” en una “segunda pantalla” (ordenador, tablet, smartphone). De receptores pasivos, los ciudadanos están pasando a ser, mediante el uso masivo de las redes sociales, “productores-difusores”, o productores-consumidores (prosumers).

En los primeros años de la televisión, el comportamiento tradicional del telespectador era mirar los programas directamente en la pantalla de su televisor de salón, manteniéndose a menudo fiel a una misma (y casi única) cadena. Con el tiempo todo eso cambió. Y llegó la era digital. En la televisión analógica ya no cabían más cadenas y no existía posibilidad física para añadir nuevos canales, porque un bloque de frecuencia de seis megahercios equivale a una sola señal, un solo canal. Pero con la digitalización, el espectro radioeléctrico se fracciona y se optimiza. Por cada frecuencia de 6 MHz, en vez de una sola cadena, se pueden ahora transmitir hasta seis u ocho señales, y se multiplica de ese modo la cantidad de canales. Donde antes, en una zona había siete, ocho o diez canales, ahora hay cincuenta, sesenta, setenta o centenares de canales digitales…

Esa explosión del número de cadenas disponibles, particularmente por cable y satélite, dejó obsoleta la fidelidad del telespectador a un canal de preferencia y suprimió la linealidad. Como en el restaurante, se abandonó la fórmula del menú único para consumir platos a la carta, simplemente zapeando con el mando a distancia entre la nueva multitud de canales.

La invención de la Web –hace 25 años– favoreció el desarrollo de Internet y el surgimiento de lo que llamamos la “sociedad conectada” mediante toda clase de links y enlaces, desde el correo electrónico hasta las diferentes redes sociales (Facebook, Twitter, etc.) y mensajerías de texto y de imagen (WhatsApp, Instagram, etc.). La multiplicación de las nuevas pantallas, ahora nómadas (ordenadores portátiles, tablets, smartphones), ha cambiado totalmente las reglas del juego.

La televisión está dejando de ser progresivamente una herramienta de masas para convertirse en un medio de comunicación consumido individualmente, a través de diversas plataformas, de forma diferida y personalizada.

Esta forma diferida se alimenta en particular en los sitios de replay de los propios canales de televisión, que permiten, vía Internet, un acceso no lineal a los programas. Estamos presenciando el surgimiento de un público que conoce los programas y las emisiones pero no conoce forzosamente la parrilla, ni siquiera el canal de difusión al que pertenecen esos programas originalmente.

A esta oferta, ya muy abundante, se le suman ahora los canales online de la Galaxia Internet. Por ejemplo, las decenas de cadenas que YouTube difunde, o los sitios de vídeo alquilados a la carta. Hasta el punto de que ya no sabemos siquiera lo que la palabra televisión significa. Reed Hastings, director de Netflix, el gigante estadounidense del vídeo en línea (con más de 50 millones de suscriptores), declaró recientemente que «la televisión lineal habrá desaparecido en veinte años porque todos los programas estarán disponibles en Internet». Es posible, pero no es seguro.

También están desapareciendo los propios televisores. En los aviones de la compañía aérea American Airlines, por ejemplo, los pasajeros de clase ejecutiva ya no disponen de pantallas de televisión, ni individuales, ni colectivas. Ahora, a cada viajero se le entrega una tablet para que él mismo se haga su propio programa y se instale con el dispositivo como mejor le convenga (acostado, por ejemplo). En Norvegian Air Shuttle van más lejos, no hay pantallas de televisión en el avión, ni tampoco entregan tablets, pero el avión posee wi-fi y la empresa parte del principio de que cada viajero lleva una pantalla (un ordenador portátil, o tablet, o smartphone) y que basta pues con que se conecte, en vuelo, al sitio web de la Norvegian para ver películas, o series, o emisiones de televisión, o leer los periódicos (que ya no se reparten…).

Jeffrey Cole, un profesor estadounidense de la Universidad UCLA, experto en medios en Internet y redes sociales, confirma que la televisión se verá cada vez más por la Red. Nos dice: “En la sociedad conectada la television sobrevivirá, pero disminuirá su protagonismo social; mientras que las industrias cinematográfica y musical podrían desvanecerse”.

Sin embargo Jeffrey Cole es mucho más optimista que el patrón de Netflix, ya que afirma que, en los próximos años, el promedio de tiempo consagrado a la televisión pasará de entre 16 a 48 horas a la semana actualmente, hasta 60 horas, dado que la televisión, dice Cole, “va saliendo de la casa” y se podrá ver “en todo momento”, gracias a cualquier dispositivo-con-pantalla, con sólo conectarse a Internet o mediante la nueva telefonía 5G.

También hay que contar con la competencia de las redes sociales. Según el último informe de Facebook, casi el 30% de los adultos de EE UU se informa a través de Facebook y el 20% del tráfico de las noticias proviene de esa red social. Mark Zuckerberg afirmó hace unos días, que el futuro de Facebook será en vídeo: “Hace cinco años, la mayor parte del contenido de Facebook era texto, ahora evoluciona hacia el vídeo porque cada vez es más sencillo grabar y compartir”.

Por su parte, tambien Twitter está cambiando de estrategia: y está pasando del texto al vídeo. En un reciente encuentro con los analistas bursátiles de Wall Street, Dick Costolo, el consejero delegado de Twitter, reveló los planes del futuro próximo de esa red social: “2015 –dijo– será el año del vídeo en Twitter”. Para los usuarios más antiguos, eso tiene sabor a traición. Pero según Costolo, el texto, su esencia, los célebres 140 caracteres iniciales, está perdiendo relevancia. Y Twitter quiere ser el ganador en la batalla del vídeo en los teléfonos móviles.

Según los planes de la dirección de Twitter, se pueden subir vídeos desde el móvil a la red social a partir de ahora, a comienzos de 2015. Se pasará de los escasos seis segundos actuales (que permite la aplicación Vine), a añadir un vídeo, tan largo como sea, directamente en el mensaje.

Google también quiere ahora difundir contenidos visuales destinados a su gigantesca clientela de más de mil trescientos millones de usuarios que consumen unos seis mil millones de horas de vídeo cada mes… Por eso Google compró YouTube. Con más de 130 millones de visitantes únicos al mes, en Estados Unidos, YouTube tiene una audiencia superior a la de Yahoo! En Estados Unidos, los 25 principales canales online de YouTube tienen más de un millon de visitantes únicos a la semana. YouTube ya capta más jóvenes de entre 18 y 34 años que cualquier otro canal estadounidense de televisión por cable.

La apuesta de Google es que el vídeo en Internet va a terminar poco a poco con la televisión. John Farrell, director de YouTube en América del Sur, prevé que el 75% de los contenidos audiovisuales serán consumidos vía Internet en 2020.

En Canadá, por ejemplo, el vídeo en Internet ya está a punto de sustituir a la televisión como medio de consumo masivo. Según un estudio de la empresa de sondeos Ipsos Reid and M Consulting “el 80% de los canadienses reconocen que cada vez ven más vídeos en línea en la Red”, lo que significa que, con semejante masa crítica (¡80%!), se acerca el momento en que los canadienses verán más vídeos y programas en línea que en la televisión.

Todos estos cambios se perciben claramente no sólo en los países ricos y desarrollados. También se ven en América Latina. Por ejemplo, los resultados de un estudio, realizado por la investigadora mexicana Ana Cristina Covarrubias (directora de la empresa Pulso Mercadológico) confirman que la Red y el ciberespacio están cambiando aceleradamente los modelos de uso de los medios de comunicación, y en particular de la televisión, en México.

La encuesta se refiere exclusivamente a los habitantes del Distrito Federal de México y concierne a dos grupos precisos de población: 1) jóvenes de 15 a 19 años; 2) la generación anterior, padres de familia de entre 35 y 55 años de edad con hijos de 15 a 19 años. Los resultados revelan las siguientes tendencias: 1) tanto en el grupo de los jóvenes como en la generación anterior, las nuevas tecnologías han penetrado ya en elevada proporción: el 77% posee teléfono móvil, el 74% ordenador, el 21% tablet, y el 80% tiene acceso a Internet. 2) El uso de la televisión abierta y gratuita está bajando y se sitúa apenas en el 69%, mientras que el de la televisión de pago está subiendo y ya alcanza casi el 50%. 3) Por otra parte, aproximadamente la mitad de los que ven la televisión (29%), usan el televisor como pantalla para ver películas que no son de la programación televisiva, ven DVD/Blu-ray o Internet/Netflix. 4) El tiempo de uso diario del teléfono móvil es el más alto de todos los aparatos digitales de comunicación. El móvil registra 3 horas 45 minutos. El ordenador tiene un tiempo de uso diario de dos horas y 16 minutos, la tablet de una hora y 25 minutos; y la televisión de apenas dos horas y 17 minutos. 5) El tiempo de visita a redes sociales, es de 138 minutos diarios para Facebook, 137 para WhatsApp; en cambio para la televisión es de sólo 133 minutos. Si se suman todos los tiempos de visitas a las redes sociales, el tiempo de exposición diaria a las redes es de 480 minutos, equivalentes a 8 horas diarias, mientras el de la televisión es de sólo 133 minutos, equivalentes a 2 horas y 13 minutos. La tendencia indica claramente que el tiempo dedicado a la televisión ha sido rebasado, ampliamente, por el tiempo dedicado a las redes sociales.

La era digital y la sociedad conectada son ya pues realidades para varios grupos sociales en la Ciudad de México. Y una de sus principales consecuencias es el declive de la atracción por la televisión, especialmente la que emite en abierto, como resultado del acceso a los nuevos formatos de comunicación y a los contenidos que ofrecen los medios digitales. El gran monopolio del entretenimiento que era la televisión en abierto está dejando de serlo para ceder espacio a los medios digitales. Cuando antes un cantante popular, por ejemplo, en una emisión estelar de sábado por la noche, podía ser visto por varios millones de telespectadores (unos 20 millones en España), ahora ese mismo cantante tiene que pasar por 20 canales diferentes para ser visto a lo sumo por 1 millón de televidentes.

De ahora en adelante, el televisor estará cada vez más conectado a Internet (es ya el caso en Francia para el 47% de los jóvenes de entre 15 y 24 años). El televisor se reduce a una mera pantalla grande de confort, simple extensión de la Web que busca los programas en el ciberespacio y en Cloud (“Nube”). Los únicos momentos masivos de audiencia en vivo, de “sincronización social” que siguen reuniendo a millones de telespectadores, serán entonces los noticiarios en caso de actualidad nacional o internacional espectacular (elecciones, catástrofes, atentados, etc.), los grandes eventos deportivos o las finales de juegos de emisiones de tipo reality show.

Todo esto no es únicamente un cambio tecnológico. No es sólo una técnica, la digital, que sustituye a otra, la analógica, o Internet que sustituye a la televisión. Esto tiene implicaciones de muchos órdenes. Algunas positivas: las redes sociales, por ejemplo, favorecen el intercambio rápido de información, ayudan a la organización de los movimientos sociales, permiten la verificación de la información, como es el caso de WikiLeaks… No cabe duda de que los aspectos positivos son numerosos e importantes.

Pero también hay que considerar que el hecho de que Internet esté tomando el poder en las comunicaciones de masas significa que las grandes empresas de la Galaxia Internet –o sea, Google, Facebook, YouTube, Twitter, Yahoo!, Apple, Amazon, etc.– todas ellas estadounidenses (lo cual en sí mismo ya constituye un problema…) están dominando la información planetaria. Marshall McLuhan decía que “el medio es el mensaje”, y la cuestión que se plantea ahora es: ¿cuál es el medio? Cuando veo un programa de televisión en la web, ¿cuál es el medio? ¿la televisión o Internet? Y en función de eso, ¿cuál es el mensaje?

Sobre todo, como reveló Edward Snowden y como afirma Julian Assange en su nuevo libro Cuando Google encontró a WikiLeaks, todas esas mega-empresas acumulan información sobre cada uno de nosotros cada vez que utilizamos la Red. Información que comercializan vendiéndola a otras empresas. O también cediéndola a las agencias de inteligencia de Estados Unidos, en particular a la Agencia Nacional de Seguridad, la temible NSA. No nos olvidemos de que una sociedad conectada es una sociedad espiada, y una sociedad espiada es una sociedad controlada.

LUNES 12 DE ENERO DE 2015 – COMCOSUR
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“Las ideas dominantes de la clase dominante son en cada época las ideas dominantes, es decir, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad resulta ser al mismo tiempo la fuerza espiritual dominante, la clase que controla los medios de producción intelectual, de tal manera que en general las ideas de los que no disponen de medios de producción intelectual son sometidos a las ideas de la clase dominante”. — Carlos Marx
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